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Biocontrol por Cristina López Schlichting
El grado de aceptación de una medida social depende de la conciencia personal. Un americano no tolera ni la obligatoriedad del carnet de identidad. Considera sagradas su libertad y su privacidad. Un europeo antepone el bien común a su libertad. Las autoridades presentan los parámetros de identificación como una garantía frente al mal –fraude, delincuencia– y asumirlos depende de nuestra intención de cometerlo. «Si no hago nada, nada me pasará».
Lo duro es que es bastante más probable que metamos la pata más de lo que pensamos. Nos gusta flirtear con la dificultad que tiene un etarra para eludir a la policía –salvo que se meta en un quirófano colombiano a cambiarse el rostro y las huellas dactilares– .
Ahora bien, dediquen un instante a considerar su propia expresión si, al utilizar sus hijos la tarjeta de crédito familiar, acceden al listado de las compras realizadas por usted, entre las que se incluye el famoso producto alargador de pene.
O si, al entrar en un hotel al que se supone que nunca ha acudido, el lector de iris reconoce sus ojos y advierte de que puede pasar sin problemas… porque ya estuvo allí en otra ocasión y no precisamente con su esposa, que esta vez lo acompaña.
¿Y qué me dice del caso en el que su jefe averigua que su timbre de voz ya ha sido identificado en conversaciones con la competencia? Prefiero no pensar en ser perseguida por tierra, mar y aire por alguien dotado del control absoluto de mis datos biométricos, porque me pongo a fantasear con un tanque de ácido en el que sumergirme toda.
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