Ejército de Tierra
La tragedia de la historia
No hay vocablo más siniestro que «guerra». Según Joan Coromines, es un préstamo del germánico «werra», «discordia», «pelea». Lo acuñaron los auxiliares del bajo Imperio como eufemismo para atenuar el sentido peyorativo de la voz latina «bellum» (guerra).
Y es que la violencia todo lo subvierte y lo destruye; hasta las palabras. Por eso, no quedó huella de «bellum» en las lenguas occidentales. Es el tributo que hay que pagar por civilizar la barbarie. Y ahora también le toca el turno a la palabra «guerra», cuyo uso tanto molesta al Gobierno, el cual no duda en sustituirla por eufemismos como «coalición», «acto de fuerza», «operación conjunta», «misión», «intervención»... Puro nominalismo para evitar la definición que el DRAE da de «guerra»: «Lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación».
Pues, internacionalistas como Francisco Suárez, en «De bello» (1584), ya consideraron como guerras todos los hechos de fuerza. Incluso dejaron bien delimitado el concepto de «guerra justa» por el criterio de la «última ratio» (último recurso) y el de la proporcionalidad. Y calificar de legal una guerra es un disparate, por más que en este mundo se justifique todo con papeles. Como ahora, por la resolución de la ONU, se pretende justificar las bombas que caen con todos los papeles en regla.
Lo dijo J.-Jacques Rousseau en su «Contrato social» (1762): el derecho que recurre a la fuerza para estar vigente jamás será derecho, porque obedece a la imposición y no al contrato; a la violencia y no al compromiso. Las guerras no son justas ni legales, sino un fracaso de la civilización. Ésta es la peor tragedia de la historia: creer que el progreso pueda nacer de la violencia.
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