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Caer para crecer por Paloma PEDRERO
Hay que atreverse; entrar por caminos desconocidos, dormir en cuevas, mirar lo que duele, escuchar lo que no quieres, dejarte sentir. Hay que arriesgar para ser. Y en todo acto de riesgo hay enormes probabilidades de caer. Que se lo digan a los niños, usuarios feroces de la mercromina. Locos de curiosidad. El niño que no lo es, que no se aventura, se queda pequeño y solo. Pero ningún ser humano quiere quedarse pequeño, todos queremos crecer, ser grandes para tocar las estrellas más altas. Todos deseamos enardecidamente no estar solos. Por eso hemos de jugar; arriesgarnos a parecer tontos, débiles, torpes, a hacer el ridículo, a llorar ante los otros, a amar sin ser amados. Qué gran descubrimiento el de aprender a amar por nosotros mismos. Lo más difícil. El mejor sentido de la vida. Porque el amor del bueno, ése que va llegando desde la humildad, siempre tiene una respuesta. Quizá la de la verdadera compañía. Nadie nos enseña que caer, que rompernos por dentro hasta pensar que nunca recuperaremos al gozo, es parte fundamental de ese crecer. Porque nada que no haya bajado hondo puede subir alto. Creemos que deprimirnos hasta el tuétano es lo peor que nos puede pasar, la fatal consecuencia de una mente mal amueblada. No es cierto, las personas más sensibles y, por ende, con más capacidad para disfrutar de todo, suelen ser las que más a menudo sufren crisis de identidad. «Un día me miré al espejo y no me gustó lo que vi», me dijo un gran amigo hace un tiempo. Después el desmorone llegó implacable. Horas, días, meses de no saber quién era, de no reconocerse en nadie, de no encontrar su alma. Ni psiquiatras ni familia ni amigos podíamos hacer demasiado. Él tenía que caer. Y ahora le veo levantar el vuelo, reforzado, pleno de vitalidad y me hago discípula de su valor. Hoy entiendo que caer no es una tragedia, es una canallada que duele tanto como cura, que hay que sentirlo para ir haciendo un ser humano de primera calidad.
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