Literatura

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Días de perros

La Razón
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Si no recuerdo mal, fue en el invierno del 93, una tarde en la que trataba de dar con el tono escéptico de la columna que entonces escribía para un diario coruñés. Mi segundo matrimonio hacía aguas, llevaba tres días sin aparecer por casa y me quedaba el dinero justo para no perder el tiempo en contarlo. Rondaba ya por entonces mi cabeza la idea de dejarme caer voluntariamente por el sanatorio psiquiátrico porque no estaba seguro de que mereciese mucho la suerte de respirar. Anochecía y me senté en mi mesa de la redacción, prendí un cigarrillo sin haber apagado el anterior y escribí una columna en la que me confesaba de madrugada con un barman al que yo llamé Ernie. En mi siguiente columna quise continuar con aquella historia amarga e intimista, pensando en que fuese el comienzo de una serie de trabajos a caballo entre la realidad de mi estado de ánimo y la ficción de un bar que solo existía en las brumas de mi cabeza. Desde «arriba» me dijeron que al redactor jefe la idea no le parecía interesante y que lo mejor sería que me olvidase del tal Ernie y pusiese de nuevo los pies en el suelo. Cinco años después de aquel fracaso, Ernie se apellidaba Loquasto y el bar de la ficción abría sus puertas diariamente en la contraportada de «Diario 16» con el rótulo de «Savoy». Algunos de los bares reales que yo frecuentaba en el momento de aquella tentativa fracasada cerraron sus puertas y en otros sólo es abundante el olor de la humedad. Es curioso que el ficticio «Savoy» sobreviviese saludable y que con altibajos sólo atribuibles a mi desidia haya permanecido en la prensa o en la radio desde hace trece años, con cientos de miles de clientes radiofónicos en el programa «Herrera en la Onda». De aquel perspicaz redactor jefe coruñés no he vuelto a tener noticias, pero recuerdo su actitud sin el menor asomo de rencor, no porque no crea que se equivocó, sino porque en el mundo pequeño en el que se desenvolvía mi vida no estaba bien visto que alguien pudiese vivir del dinero que recaudaba en la caja registradora de un bar que no existía. Es cierto que poco después de aquel fracaso hube de someterme a tratamiento psiquiátrico y que estuve a punto de disputarle la basura a los perros de la calle, pero, ¡demonios!, ahora estoy aquí, el «Savoy» abre cada viernes sus puertas en «Onda Cero» y a veces dejo de buena fe por debajo de la puerta de la iglesia una nota dirigida en secreto a Dios con los teléfonos de dos chavalas que hablan poco pero prenden al besar…