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Los cornudos

La Razón
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La mentira es viscosa. Empiezas cediendo una vez y acabas viviendo una pantomima. Y no es tan peligrosa por la del otro –al que se miente–, cuanto por el propio mentiroso. La víctima no se entera, pero tú tienes que distinguir entre el embuste y la verdad. Si olvidas, corres el riesgo de que tu mujer o tu marido se cosquen, tu vecino se pispe o tu cliente se mosquee. Lo malo de embaucar una vez es que suele obligar a fingir muchas más, y entonces sobreviene el lío. Entre todos hemos alimentado una cultura donde la verdad no ocupaba el puesto que merece. Con una mezcla de cinismo y relativismo hemos conseguido que el poder, el dinero o la fama sean más relevantes que la verdad. Y se nota mucho en ciertos programas, ciertas sentencias judiciales, ciertos debates parlamentarios. La parte divertida de la historia –o al menos la que da para chiste– es cuando el cornudo se da cuenta. Y eso nos está pasando a los de a pie con los políticos. Durante décadas han antepuesto el fin a los medios, esto es, el interés a la coherencia. Le pasó a Bush con las armas de destrucción masiva; a González con los Gal; a Rubalcaba con el Faisán. Tan acostumbrados estaban a mentir, que ya ni titubeaban, y ahora estamos descubriendo que una cosa es predicar y otra, dar trigo. En España la cosa ha llegado al extremo. Por eso Montilla lleva sus hijos al colegio alemán; el cabecilla de la huelga contra Esperanza Aguirre, al colegio privado Arturo Soria, y Pepe Blanco, al británico.