Francia
El arquitecto y el alcalde
Hitler se distraía por las noches mirando las maquetas de los edificios que había proyectado su arquitecto de cabecera, Albert Speer. Él se libró de la horca en los juicios de Nuremberg por un error burocrático.
El segundo escalafón discreto, aunque eficiente, que ocupó no se correspondía con la gran responsabilidad de dar forma a los delirantes gustos arquitectónicos del führer. La megalomanía política siempre ha contado con un arquitecto al lado, incluso la depravación constructiva española –una especie de grandilocuencia colectiva– ha tenido también sus propios arquitectos, que aquí denominamos estrellas; por lo que se ve, fugaces. Ahora, esta profesión está devastada: no queda piedra sobre piedra. En España hay un arquitecto por cada mil habitantes, el doble justo que en Francia, y en quince años se ha construido lo que se tenía que haber hecho en treinta, justo el doble. Ahora toca el paro. Fue la profesión pujante y «cool» cuando en España se hablaba como si todos trabajásemos en un despacho de arquitecto: hasta los clubes de fútbol tenían un «proyecto». Cuando en algunas revistas nos presentan las «casas de autor», todas ellas de un racionalismo mimético al gusto de las clases ascendentes ahora descendentes –blancas, de cristal y acero– se me ocurre pensar que son a la arquitectura lo que la orfebrería a la siderurgia.
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