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Tristes manifestaciones

La Razón
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Me tropiezo el otro martes por la Gran Vía, al ir a no sé qué otros quebraderos, con una gran manifestación, que es, según me voy enterando por las aleluyas coreadas y algún cartelón medio emborronado por la lluvia, para protestar por el adelantamiento o el atraso (ya no me acuerdo bien) de la edad de la jubilación de los empleados. Una gran tristeza me anega el corazón; la misma, sólo que más, que me lo han anegado otras reclamaciones públicas por el régimen de las pensiones, por los nuevos planes de estudios o por otros motivos de ese orden. Y, como no creo que deba hacerle a mi corazón el desfavor de achacarle a él esa tristeza, y confío, lector, en que algo habrás sentido conmigo de ella, bien puede razonablemente decirse que esas manifestaciones son tristes de por sí; y procede pararse un rato a averiguar de dónde les viene la tristeza.Un par de razones parecen claras. Lo uno es que tales protestas o reclamaciones se dirigen hacia arriba, a los poderes o ministerios que dictan tales disposiciones, a pedirles que no lo hagan o, si lo han hecho, que lo retiren. No saben los manifestantes (o más bien fingen no saberlo, pero por debajo lo saben, lector, igual que tú o yo) que ningún ejecutivo del Poder puede hacer otra cosa que lo que el Poder le manda, y que el Estado, a su vez, a lo que solo atiende es a sus cuentas, que son las del Capital, y para esas grandes cuentas los intereses de la gente cuentan tan poquito(lo justo para poder atestiguar los Medios que se ha atendido en alguna ocasión al interés público) que es como si no contaran para nada. Lo otro está en que esas reclamaciones de los manifestantes se refieren a sus propios intereses económicos, al arreglo de las cuentas de sus vidas diarias y a la previsión de la vida que les espera. Y ¿quién puede (me dirán) reprocharle a nadie que procure por su vida y su bienestar? Pero es que, ay, ese bienestar y nivel de vida se pide a lo alto, se le pide a las leyes y cuentas del Capital y del Estado; y sean los que sean los resultados, ello implica que se resigna uno a creer que no hay más vida ni bienestar que los que esos poderes quieran proporcionarles. Y en esa resignación hay tal engaño y miseria que no puede menos de rezumar en tristeza para cualquier corazón sensible; tanta, que no puedo, lector, seguir contándotela más de largo.