Roma
Inagotable presencia del amor hasta el fin
Coincidiendo con la beatificación de Juan Pablo II, las religiosas del instituto Iesu communio expresan su agradecimiento al Papa en primera persona, completando una sencilla frase: «Me ha quedado grabado de ti...».
Y lo hacen reflexionando y orando a partir de su actitud ejemplar frente al sufrimiento y dolor durante los últimos años de su vida y cómo eso tocó el corazón de las hermanas de la comunidad.
Cuatro Vientos (Madrid), 2003. ¿Qué vi? Una Iglesia viva, la Iglesia viva. Una multitud inmensa gritando: «¡Ésta es la juventud del Papa!» y a Juan Pablo II extenuado, mirando con amor a sus hijos. Me sentí amada por la Iglesia. Y viendo cómo se agarraba a su cruz, vi, sentí que el Cristo que estaba clavado en ella tenía que estar vivo. Está vivo, no hay otra explicación. Está vivo y es posible entregar la vida como él.
Hna. Patricia R.
10 de noviembre de 2000. El Santo Padre no podía controlar su cara ni sus miembros; todo él, doblado, era llevado al altar de San Pedro sobre una base rodante agarrado a una barandilla; al pasar junto a mí me miró largamente y su expresión se volvió sonrisa y abrazo; una mirada única para alguien únicamente amado; una mirada llena de vigor, ánimo y alegría. Para mí es un misterio que cada día cobra más fuerza; era vida que daba vida, un padre.
Hna. Chiqui R.
En casa seguía por televisión el encuentro con los jóvenes de Juan Pablo II en Cuatro Vientos. Cansado y enfermo dijo: «Joven, si sientes la llamada de Dios, ¡no la acalles!». Se grabaron en mí estas palabras y su gesto fuerte y firme que sólo a la luz de éste hoy comprendo. En ese momento dejó de ser un anciano enfermo y cansado: se llenó de vida y de la fuerza que sólo da el Espíritu Santo. No puedo más que vivir agradecida.
Hna. Judit M.
Tantas veces había confundido el anhelo profundo de amor verdadero y lo había buscado por caminos que rebajaban mi vida… Pero ahora ese mismo anhelo me había llevado hasta París para la JMJ y, aunque mi actitud podía parecer más la de una turista que la de una peregrina, me encontré ante el Santo Padre rodeada de cristianos. El Papa, enfermo, extenuado, estaba dispuesto a entregar allí, si fuera necesario, hasta el último aliento para anunciarme y mostrarme en su propia existencia ese Amor verdadero que mi corazón buscaba y pudo reconocer: Jesucristo.Bastó un instante para sentir, a través de la presencia sufriente del Papa, que la vida era algo muy bello. De improviso resultaba hermoso ser cristiano. Este encuentro cambió mi vida, y me lanzó al seguimiento de Cristo que «me amó y se entregó por mí».
Hna. Israel H.
«En Cristo están todas las respuestas a las preguntas de vuestro corazón. Todo lo que buscáis, el deseo de felicidad, todas vuestras inquietudes tienen un nombre: Jesucristo».
Mientras Juan Pablo II decía esto, le miré a los ojos (unos metros delante de mí) y supe que era verdad, que me conocía, o mejor, que me amaba y me llevaba en las entrañas. Por la comunión de los santos, le pedí esa fe inquebrantable y esa adhesión a Cristo que él me hizo desear en aquel encuentro. Sí, yo también deseaba la santidad. ¿Acaso no se hace envidiable una vida llena y coherente en la entrega de la vida? Él sigue estando vivo en mi vida; más vivo, si cabe. Sigue siendo un acompañante exigente y fiel en mi camino de fe y en el seguimiento a Cristo.
Hna. Josué M.
Fui a la JMJ de 2000 en Roma, Año del Jubileo, porque iban todos mis amigos, pero sin que tuviese un verdadero significado para mí. Cuando llegó el momento de la Vigilia, al entrar el Papa en el recinto, una fuerza me movió a acercarme todo lo posible (nunca me he movido igual). Me puse en primera fila y vi pasar a Juan Pablo II. ¡A pesar de su ancianidad estaba lleno de vida! Hubo un segundo en que me miró y me traspasó. Me ardía el corazón y reconocí que era el mismo Cristo quien me miraba y me levantaba a vivir. Nunca olvidaré esa mirada. En la pequeñez, la grandeza de vida.
Hna. Ruth M. S.
No he visto mayor belleza que la de un hombre entregado hasta el extremo. Yo quiero eso para mí. Lo vi en Lourdes en su último viaje, cuando estaba ya muy enfermo. No se ahorró venir a mostrarnos el sentido de la alegría de un hombre a pesar de sus sufrimientos. Él nos amaba. Yo tenía 15 años, un hermano con cáncer; y aunque apenas entendía nada, deseé que Cristo tomase mi vida para vivir la plenitud que vi en Juan Pablo II.
Hna. Amada de Jesús R.
El 3 de enero de 1991, el Papa Juan Pablo II bendijo a mi familia al ser enviada en misión a los Estados Unidos. Yo tenía 5 años, y desde entonces él fue padre y guardián de mi vida. Cuando con 19 años lo veía por la tele, me conmovía ver a un padre que llora por sus hijos, por el terrorismo, la guerra… Él amaba a la humanidad, me amaba a mí. Siempre fue un testimonio de vida para mí. Tenía belleza incluso en su enfermedad. Cuando en Cuatro Vientos lo vi, dijo: «Soy un joven de 83 años», y por dentro me decía a mí misma: «Quiero vivir como él, deseo una vida bella, grande, apasionante: Jesucristo».
Hna. Talya P.
Él era un viejecito al final de sus días, yo era una jovencita en plenitud de fuerzas. Creía que el Papa no tenía nada que decir a mi vida. Salió a la ventana de El Vaticano, no podía hablar, se le caía la baba, impotente tuvo que retirarse. Me conmovió. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué no le avergüenza presentarse así ante el mundo? Vi la grandeza y dignidad de la vida del hombre, que yo todavía desconocía.
Hna. Marina G.
Me fascinó la fortaleza incansable de su fe en la fragilidad de un cuerpecito extenuado por la enfermedad. Lo conocí en la beatificación de Madre Teresa de Calcuta. Ver al Santo Padre, al que apenas se le entendía por lo avanzado de su enfermedad, entregado hasta el extremo, dando todo su aliento de vida a los que allí nos congregamos, hizo que viera la vida de otro modo y que entendiera las palabras de la Beata Isabel de la Trinidad: «Al atardecer de la vida sólo queda el amor».
Hna. Neus F.
¡Vive! Esta fue la exclamación que se levantó en mi corazón cuando, al seguir por televisión los funerales de nuestro amado Papa Juan Pablo II, enfocaron su féretro mientras lo introducían en la Basílica de San Pedro. ¿Cómo puede ser que en la muerte de alguien tan querido quede en el corazón solo la vida? Juan Pablo II ha dejado grabado fuertemente en mí un deseo profundo de santidad como plenitud de vida.
Hna. Ana María R.
✕
Accede a tu cuenta para comentar