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El pan por Cristina L Schlichting

La Razón
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Mi abuela decía que el pan era sagrado y mis hermanas y yo no lo entendíamos. Nos dábamos codazos, reíamos por lo «bajini» y hasta nos señalábamos la sien como diciendo «está chiflada». Mi generación gime ahora con dolores de parto. Los que nacimos en el «baby boom» de los sesenta, con los seiscientos, las neveras, las teles, los primeros viajes al extranjero en avión, no sabíamos lo que era ganarse el pan con sudor. Yo era una gran lectora y muy estudiosa, pero nunca dudé de que, si te esforzabas, salías adelante. Estaba convencida de que había trabajo para el que lo buscaba. Ahora crío tres hijos que no lo tienen tan claro. Me están llegando de toda Europa noticias de amigos que están pasando los dolores del parto para aprender algo tan simple como que el pan es sagrado. Son historias de mucho sufrimiento pero gran belleza. Por ejemplo la del italiano Fulvio, que después de haber trabajado en banca y reciclado residuos eléctricos, ha aceptado a los 36 años un trabajo en una fábrica de salami en Kazajastán. El tío no tenía ni idea de hacer embutidos y recorrió media Italia hasta llegar a un tal Claudio, en un pueblecito de Cremona, experto en el asunto. Para su sorpresa, Claudio lo acogió en su taller, le enseñó los secretos del oficio y lo tuvo una semana de pie atando carne. Una vez llegado a la estepa rusa, Claudio comprobó horrorizado que no le salía el fiambre y escribió a Claudio. El maestro carnicero le respondió: «Para saber lo que pasa, tengo que verlo y para verlo tengo que estar allí. He comprado el billete». Otra semana de trabajo después, Claudio probó el nuevo salami de Fulvio y sentenció: «Buenísimo… a lo mejor yo le pongo demasiada sal». Tengo otro amigo, Pedro, que llevaba dos años en paro y ya ni se levantaba de la cama. «Al principio –cuenta– ves la tele, piensas que estás de vacaciones, después llega una pesadez demoledora. Pasan los días, uno tras otro, y los domingos son los peores porque no hay nada de lo que descansar. Al final, pierdes la esperanza y dejas de buscar». Su hermana le propuso algo insólito: trabajar sin cobrar, embalando comida para gente necesitada en un Banco de Alimentos. «Primero pensé que estaba loca; después me dije: vale, tiene una finalidad benéfica… ahora sé que lo hago por mí. Me siento vivo de nuevo, por la mañana formo parte de algo, sudo y me canso con los demás. El trabajo me ha tonificado totalmente y me he puesto en serio a perseguir un puesto retribuido, porque no se vive del aire». Es extraño que algo tan duro como la crisis nos esté enseñando el valor del aprendizaje laboral, el agradecimiento hacia los maestros o la gratuidad. Ahora resulta que el trabajo va a ser un bien y el pan, algo sagrado que salva la vida.