Europa

Estados Unidos

El amo y el látigo

La Razón
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Me gusta sentirme rodeado de extranjeros, notar que se desenvuelven en otro idioma y atienden al significado de otras culturas. Acepto que defiendan sus costumbres y adoren a sus dioses, sin importarles que se encuentren en un país que no es el suyo. Me he sentido atraído desde niño por la idea de ser alguien que vive en tránsito entre familias que no son la suya, cambiando de identidad y de buzón, porque encontraba aburrido que a mi alrededor se repitiesen sistemáticamente las ideas, las costumbres y las cosechas. Desde niño he creído sinceramente que el caos sería un lugar en el que me sentiría protegido, probablemente porque desde que tengo memoria encontré encantadora la idea de vivir en constante sensación de desamparo, en la mundana precariedad del apátrida, persuadido de que sería en la soledad vital del desarraigo donde encontrase mi verdadero hogar. Pero, claro, ahora resulta que la situación en Europa amenaza con invertirse y crece la sospecha de que el rigor de nuestras normas y de nuestras costumbres, nuestros dioses y nuestras rutinas, corren el riesgo de ser sustituidos por el tedio también repetitivo de los dioses y las costumbres de otras culturas. ¿Y qué hemos conseguido? ¿Sobreponernos al plomo de nuestra manera de vivir para someternos el tungsteno de las normas que nos imponen otros? ¿Habré de conformarme con la absurda sensación de cambiar de amo ignorando que lo que en realidad pretendía era cambiar de látigo? ¿Habremos de hacer lo que hizo Oriana Fallaci, que se marchó a los Estados Unidos porque en su Italia natal le afearon que se quejase de que, llevados por su desprecio hacia la cultura que los acogía, los islamistas measen impunemente en las calles de Florencia y pretendiesen prolongar con un velo casi penitenciario el alma de las mujeres italianas? Yo no es que conserve intactos muchos de los valores que me inculcaron de niño, pero aún tengo claro que regañarle a mi mujer en caso de adulterio no es lo mismo que lapidarla para afearle su conducta. Mi peluquero lo es de toda la vida e incluso fuimos juntos a la escuela. A veces mientras hablamos se distrae, se le va la mano y me da un corte en el cuello que resuelve al instante con la barrita de restañar la sangre. Sus cortes son casi una tradición y no me hacen daño, no tanto como me lo haría en el caso de que sin previo aviso se hubiese convertido al integrismo musulmán, en el siguiente descuido me rebanase el cuello y en casa no entendiesen mi llegada con la cabeza decapitada debajo del brazo, el lugar en el que los de mi vieja cultura tenemos por costumbre llevar el golondrino, el sudor o el periódico.