Actualidad
Libertad al anochecer
Los jóvenes de Corea del Norte aprovechan la falta de luz eléctrica para encontrarse por la noche y burlar las estrictas normas del país que gobernaba Kim Jong Il
Si uno mira imágenes captadas por satélite del Lejano Oriente por la noche, le resultará curioso observar una gran mancha oscura. Esta zona sin luz corresponde a la República Popular Democrática de Corea.
Junto a este misterioso agujero negro, Corea del Sur, Japón y China despiden el resplandor de la prosperidad. Aun vistos a cientos de kilómetros desde arriba, esos diminutos puntos blancos –los faros de los coches, los semáforos, las vallas publicitarias y las luces de neón de los establecimientos de comida rápida– indican la actividad normal de millones de consumidores de energía del siglo XXI. Y entonces, en medio de todo, se aprecia una región de oscuridad casi tan extensa como Inglaterra. Es asombroso que un país de veintitrés millones de personas pueda parecer tan deshabitado como los océanos. Corea del Norte es, simplemente, un espacio vacío.
El país fundió a negro a principios de la década de 1990. Su atrasada e ineficiente economía no pudo sobrevivir al hundimiento de la Unión Soviética, que había sostenido a su viejo aliado comunista suministrándole combustible barato. Las centrales eléctricas cayeron en un estado de deterioro irreparable. Las luces se apagaron. Gentes hambrientas trepaban por los postes de luz para robar trozos de alambre de cobre que luego cambiaban por comida. Cuando cae el sol, el paisaje se vuelve gris y las casas raquíticas, achaparradas, quedan engullidas por la noche. Pueblos enteros se desvanecen en la oscuridad.
Dejó el mundo desarrollado
Incluso en algunas zonas de la capital, Pyongyang, escaparate del país ante el mundo, uno puede caminar por la calle principal sin distinguir los edificios que la flanquean. Contemplar el espacio vacío que hoy es Corea del Norte le recuerda un poco al espectador las aldeas remotas de África o del Sudeste Asiático que aún no conocen el efecto civilizador de la electricidad. Y sin embargo Corea del Norte no es un país subdesarrollado, sino un país que ha abandonado el mundo desarrollado. Los cables pelados de la deteriorada red eléctrica que bordean cualquier carretera principal revelan lo que hubo antes y lo que hay ahora.
Los norcoreanos de cierta edad aún recuerdan la época en que contaban con mejor suministro eléctrico (y más comida, ya de paso) que sus vecinos proamericanos de Corea del Sur, lo que les hace más humillante el tener que pasar la noche sentados en la oscuridad. En la década de 1990, Estados Unidos le ofreció ayuda a Corea del Norte para satisfacer sus necesidades energéticas a cambio de que este país abandonara su programa de armamento nuclear, pero el acuerdo fracasó cuando el gobierno de George W. Bush acusó a los norcoreanos de faltar a sus promesas. Ellos se quejan amargamente de la falta de luz, que siguen achacando a las sanciones de Estados Unidos. Por la noche no pueden leer ni ver la televisión. «Si no tenemos electricidad, no tenemos cultura», me reprochó en cierta ocasión un corpulento guardia de seguridad norcoreano.
Sin embargo la oscuridad tiene ventajas, sobre todo si uno es adolescente y no puede ser visto con su pareja.
Cuando ya se han acostado los adultos (lo hacen muy temprano: a veces, en invierno, a las siete de la tarde), no cuesta mucho salir furtivamente de casa. La oscuridad le permite a uno disfrutar de un grado de libertad y privacidad que normalmente resulta tan inaccesible como la electricidad. Envuelto en un manto mágico de invisibilidad, uno puede hacer lo que se le antoje sin tener que preocuparse de las miradas curiosas de los padres, los vecinos y la policía secreta.
Conocí a muchos norcoreanos que me contaron hasta qué punto habían llegado a amar la oscuridad, pero me impresionó sobre todo la historia de una muchacha y su novio. Ella tenía doce años cuando conoció a un joven tres años mayor de una localidad vecina. La familia de ella ocupaba uno de los escalones inferiores en la compleja jerarquía social de Corea del Norte. Ser vistos juntos podía dañar tanto las perspectivas profesionales de él como la reputación de joven virtuosa de ella. Así que sus citas consistían siempre en largas caminatas en la oscuridad. Pero lo cierto es que no había nada que hacer aparte de eso: a principios de la década de 1990, cuando su relación empezó a consolidarse, todos los restaurantes y cines estaban cerrados por falta de electricidad.
Se citaban después de la cena. La joven había pedido a su novio que no llamase a la puerta principal: así evitaba exponerse a las preguntas de sus hermanas mayores, su hermano menor y los ruidosos vecinos. Vivían apretados en un edificio largo y estrecho en cuya parte trasera había una letrina que compartían con una docena de familias. Las casas estaban separadas de la calle por un muro blanco que apenas rebasaba la altura de los ojos. El muchacho encontró detrás de este muro un lugar donde podía pasar inadvertido cuando oscurecía. El ruido que hacían los vecinos al lavar los platos o usar el excusado ahogaba el sonido de sus pisadas. La esperaba largo rato, a veces durante dos o tres horas. No tenía importancia. El ritmo de la vida es más lento en Corea del Norte. Nadie tiene reloj.
Sin maquillaje
La muchacha aparecía en cuanto lograba zafarse de su familia. Salía de la casa y escrutaba la oscuridad: al principio no podía verlo, pero intuía su presencia. No se molestaba en maquillarse: no es necesario hacerlo cuando se está a oscuras. A veces vestía simplemente el uniforme del colegio: una falda azul marino que llegaba pudorosamente por debajo de las rodillas, una blusa blanca y una corbata de lazo roja, todo ello de un material sintético rugoso. Era demasiado joven para preocuparse de su aspecto. Al principio caminaban en silencio; luego iban subiendo la voz poco a poco hasta llegar al susurro. Por fin, cuando abandonaban el pueblo y, envueltos en la noche, lograban relajarse, adoptaban el volumen propio de una conversación normal. Guardaban una pequeña distancia entre ellos hasta estar seguros de que nadie los vería.
A escasos metros del pueblo la carretera conducía a una espesura y, cruzándola, al terreno donde se encontraba emplazado un balneario de aguas termales. En otro tiempo había gozado de cierto prestigio; sus aguas, siempre a una temperatura de cincuenta grados, atraían autobuses repletos de turistas chinos aquejados de artritis o de diabetes. Ahora, sin embargo, rara vez abría sus puertas. En la entrada había un estanque rectangular rodeado por un murete de piedra. Los senderos que atravesaban el terreno estaban flanqueados por hileras de pinos y arces japoneses, así como por gingkos, que eran los árboles preferidos de la muchacha y de los cuales se desprendían en otoño hojas de color mostaza con la forma exacta de abanicos orientales. La gente que andaba en busca de leña había diezmado los árboles que cubrían los montes circundantes, pero en cambio había respetado la belleza de los del balneario.
(...)
El cielo nocturno de Corea del Norte es realmente espectacular. Puede que sea el más luminoso del noreste asiático; no sufre, en todo caso, el polvo de carbón, el monóxido de carbono y la arena del desierto de Gobi, que ahogan el resto del continente. Antes las fábricas norcoreanas contribuían mucho a ennegrecer el cielo, pero ya no es así. La luz artificial ya no compite con la de las estrellas que adornan el cielo.
La joven pareja caminaba en la noche, desperdigando hojas degingko a su paso. ¿De qué hablaban? De sus respectivas familias y compañeros del colegio, de los libros que habían leído: fuese cual fuese el tema de conversación, lo cierto es que despertaba en ellos un entusiasmo inagotable. Años después, cuando le pregunté a la muchacha cuáles eran los recuerdos más felices de su vida, me habló de aquellas noches.
Barbara DEMICK
Es autora de «Querido líder. Vivir en Corea del Norte» Ed. Turner
✕
Accede a tu cuenta para comentar