Estados Unidos
Placer con guisantes
E n una charla con adolescentes de un colegio de monjas, una alumna debatió conmigo sobre los diferentes comportamientos de los jóvenes según fuese su nacionalidad y el ambiente en el que se desenvolviesen. Para evitar que el pudor de las monjas se resintiese por culpa de ser demasiado concreto, me centré en la visión que el cine daba de las relaciones entre los adolescentes. Entonces la muchacha me preguntó cual creía yo que era la diferencia principal entre las relaciones sexuales de los adolescentes norteamericanos y las de los muchachos españoles. La directora del colegio se removió en su asiento de la primera fila, temerosa de que saliese a relucir mi inconveniente crudeza de redactor de sucesos. Resolví como buenamente pude: «Nunca estuve en Estados Unidos, así que mi conocimiento de sus adolescentes es sólo cinematográfico. De todos modos, supongo que las emociones no tienen pasaporte. Si le echas un vistazo a las películas americanas y piensas en cómo puede ser tu relación con los chicos, supongo que te habrás dado cuenta de que también los muchachos norteamericanos se aman a hurtadillas. Los instintos, el deseo y el placer son universales; las únicas diferencias son la calidad de la hamburguesa y el tamaño del coche». Al final de la charla la directora del colegio me agradeció la discreción de aquella respuesta con su hojaldrada sonrisa de monja. Y yo le recordé que cuando era sólo un muchacho, lo único que sabía del sexo era lo que hacían en pelotas los guisantes con los que un cura me había explicado de joven las ideas de Mendel sobre la herencia. En una ocasión encontré en la hemeroteca de mi padre un libro en el que una lámina reproducía el corte transversal del útero femenino y aquello me abrió los ojos a una realidad más compleja que la de los guisantes, pero también más inquietante. Pensé entonces que las pobres mujeres eran unos seres muy sacrificados a los que la biología había condenado de por vida a convivir con una maquinaria que a mí me parecía más difícil de arreglar que la bomba del pozo de la casa en la que veraneaba en Cambados. También pensé que con un trocito de queso al fondo de la penumbra encarnada, aquel aparato tan delicado podría servir para cazar ratones. Después pasaron algunos años y una tarde me acosté con una fulana en el barrio chino. Descubrí aquel día que el útero de las mujeres era tan agradable como un bolsillo de lana, aunque de regreso en casa me pregunté cómo diablos podrían ser tan caros los guisantes…
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