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El futuro de Europa

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Según entiendo las cosas,–inspirado estimo en el pensamiento del Papa Benedicto XVI–, una de las tentaciones que sacude con fuerza la Europa contemporánea y la conduce a un callejón sin salida es el intento o pretensión de olvidar su historia; por el contrario, su futuro no será posible sin lo que da origen a su ser como acontecimiento espiritual que define su identidad: el encuentro del logos griego y del Logos-Agape de la revelación cristiana. El intento de disolver la historia de Europa, es decir, de mirar hacia adelante considerando el pasado como paréntesis, o como mera etapa de crecimiento incluso pero ya superada, e incluyendo el cristianismo como un momento a superar, definen con claridad lo que no es Europa ni tiene futuro para ella. Europa, en un momento dado de su historia marcado por la ruptura incipiente de fe y razón y la introducción y mantenimiento de la duda, como base del progreso, empezó a desconfiar de sí misma y relegó sus raíces, lo moral y lo religioso, a la privacidad frente a una configuración de la vida pública en la que resulta válido únicamente el agnosticismo moral y religioso, y el relativismo. Relegar a Dios al ámbito de lo privado pone en peligro la supervivencia de Europa, así como de una sociedad democrática y de un Estado de derecho; el Estado de derecho se mantendrá en pie si deja espacio a la conciencia, y ésta quedaría muda si no se orienta sobre unos valores éticos fundamentales del cristianismo que pueden ser aceptados «no sicut Deus non daretur» (como si Dios no existiese), sino, al contrario, porque Dios existe. Teniendo como trasfondo la gran cuestión de Fe y Razón que está en el inicio de Europa, cabría esbozar unas líneas-base para el futuro de nuestra sociedad... Entre estas líneas- base habría que señalar la íntima relación entre eunomía y democracia, de un derecho y de una justicia no manipulables que permitan limitar los peligros del poder y del totalitarismo. Toda dictadura comienza maniatando el derecho; el derecho debe controlar el poder, debe ser salvaguardada su inviolabilidad y defendido el vínculo normativo como característica irrenunciable. El que lucha en favor de Europa tiene que defender la democracia como eunomía y, sobre todo, debe propugnar la fundamentación del derecho en las normas morales. Esto implica que Dios no puede quedar relegado a la esfera de lo privado sino que debe ser reconocido públicamente como valor supremo. El ateísmo debería dejar de ser el dogma público fundamental y la fe no debería quedar reducida al espacio de la privacidad como si de una opinión privada se tratase. Es necesario reconocer que no existe la posibilidad, a largo plazo, de la supervivencia de un Estado de derecho bajo el dogma ateo en vías de radicalización extrema tal y como se manifiesta en el creciente laicismo radical, esencial e ideológico. No es posible la democracia sin conciencia, y ésta sin estar referida a los valores cristianos que la sustentan. La renuncia al dogma del ateísmo como presupuesto del derecho y formación del Estado y el respeto público a Dios como fundamento del ethos y del derecho implica el rechazo de la sacralización de la nación o de la revolución mundial, o de la revolución cultural por una nueva cultura como «summum bonum» donde Dios no cuenta. Europa tiene pendiente la respuesta a los problemas y a los retos de la modernidad. Las crisis de Europa son, en el fondo, crisis de una modernidad no resuelta; la crisis de la modernidad es el problema moral originado por la ruptura con la evidencia de los principios originarios e inscritos en la naturaleza del hombre, en su gramática más propia: una escisión entre la subjetividad y la objetividad, entre las personas y la naturaleza y la historia, entre la criatura y Dios, entre la razón y la fe. La distancia con la naturaleza y la reducción de su intelección al frío cálculo del número, al positivismo matemático, lleva a no pocos al convencimiento de que la naturaleza es conocida y dominada al margen de los principios morales, como si éstos fuesen mensajes provenientes de una realidad por nosotros no manipulable, y, en última instancia, desconocida y explicada como una simple fabulación; el espacio dejado al cálculo no tiene límites. La negación de la moral natural y la reducción de la realidad a pura facticidad, que anidan en el corazón de las cosmovisiones modernas, dejan el camino expedito a las más aberrantes acciones de la humanidad. Europa, ante la problemática moral de hoy, se muestra reacia a reconocer los puntos de partida que hacen imposible el verdadero y no el falso progreso y, sobre todo, deja las sendas allanadas para que el poder se torne totalitarismo. Una falsa visión del mundo es incapaz de garantizar un futuro esperanzador. Si el análisis de la realidad se realiza basándose en un método tan unilateral que llegase a negar el valor universal de los principios morales, que siempre estarán en sintonía con la recta razón, es más patente la negación de la ciencia. La razón nos puede ofrecer la verdad del ser y descubrir la esencia humana; el cientifismo acota el espacio de la razón.