Francisco Franco

Ana Obregón: mis cinco días con Franco

Aquel verano mis padres me compraron una moto pequeña, una Mini Montesa, como recompensa por todas las matrículas y sobresalientes que había sacado durante el curso. En nuestra urbanización de La Florida formamos una pandilla motorizada a la que un día se unió una chica que parecía un «chicote». Se llamaba Mery.

Ana Obregón: mis cinco días con Franco
Ana Obregón: mis cinco días con Francolarazon

Cuando me dijeron que era nieta de Franco no lo podía creer, Mery era todo lo contrario a una niña pija. Era divertida, espontánea y muy generosa. (...) Se pasaba el día rodeada de chicos, subiendo y bajando montañas como una loca con su moto por los alrededores de Madrid, jamás se arreglaba y sabía mucho más de la vida y de los chicos que yo. Pronto se convirtió en mi ídolo y en mi mejor amiga. Nos hicimos inseparables. Casi todas las noches me iba a estudiar y a dormir a su casa de la calle Hermanos Bécquer.

Aquí tengo que hacer una pequeña puntualización: la que estudiaba era yo, porque Mery se escapaba para salir de marcha. Si sus padres, los marqueses de Villaverde, se despertaban, me tocaba mentir y decir que estaba en el baño o inventarme cualquier otra excusa. Los marqueses siempre me trataron fenomenal, como todos sus hijos. Al único al que tenía un poco de respeto era a su hermano mayor, Francis. Mery me contaba que éste se acostaba con muchas chicas y escribía los nombres en una agenda que cotilleábamos en su cuarto cuando no estaba. A mí me parecía que era un monstruo porque hacía esas guarrerías con tantas mujeres, por lo que intentaba mantenerme alejada de él lo máximo posible.

Por aquel entonces yo tenía una curiosidad enorme por saber qué era eso «del sexo». (...) Era algo tabú y tenías que buscarte la vida para que la primera vez que lo hicieras no parecieras una niñata. Recuerdo que la primera ocasión en que me hablaron de sexo fue a los ocho años: una amiga del colegio me dijo que el papá le metía aquella cosa a la mamá por la oreja. Me quedé totalmente traumatizada y me pasaba el día mirando las orejas a las señoras mayores para ver si sacaba algo más de información sobre el tema.

Desde ese día no quise averiguar nada hasta una noche en la que le confesé a Mery que a mis dieciséis años aún no me había venido la regla. (...) Aproveché ese momento de intimidad con mi amiga y le lancé la pregunta que llevaba años esperando hacer: –¿Cómo se hace el amor, Mery? ¡No te rías! ¡Es que soy virgen todavía!

No se rió, pero me lo explicó a lo bestia, como quien te da unas instrucciones para colgar un cuadro: «Primero haces un agujero en la pared, le clavas el tornillo y si hay suerte cuelgas el cuadro». Esa noche no pude dormir, sufrí el peor de los insomnios. Me pareció una barbaridad que un hombre fuera capaz de meter aquella cosa a una mujer ahí, y sinceramente no le encontré ninguna gracia. Desde luego, me parecía más divertida la teoría de la oreja. (...)

Ni Mery ni sus hermanos tenían nunca un duro. Su familia vivía de la forma más austera que uno se pueda imaginar. En aquel momento no tenía ni idea de política ni me interesaba lo más mínimo; además, había estado demasiado ocupada superando la enfermedad, mis infinitos complejos y sacando matrículas en el cole. Para mí, Franco era el abuelo de mi mejor amiga y punto. Eso sí, por todo lo que escuchaba de él me daba un miedo espantoso conocerle.

Recuerdo perfectamente un sábado de febrero en el que Mery y yo estábamos haciendo motocross por un bosque cercano a mi casa de La Florida. De repente, se desató una tormenta que nos dejó totalmente empapadas desde el pelo hasta la punta de los pies. Mery se bajó de su moto y me dijo: –Ana, ahora nos vamos a ir a estudiar a El Pardo, que mi abuelo está cabreado porque llevo diez días sin ir a verle. –¿Que estudiemos en El Pardo? ¿Y ver a Franco?– , contesté atemorizada. –Pues claro, tonta, es mi abuelo– asintió sonriendo.

La entrada del palacio de El Pardo imponía, pues estaba llena de guardias por todos lados. (...) –¿Y cómo le llamo? ¿Franco? Le digo: «¡Encantada, Franco!» –¡Ja, ja, ja! Llámale excelencia, y a mi abuela, señora. Tengo que reconocer que me temblaban las piernas mientras nos dirigíamos a su encuentro. Yo iba hecha un adefesio, por lo que intenté arreglarme el pelo. (...) Franco y su mujer estaban sentados en un salón con muy poca luz. No me podía creer que el Generalísimo fuese ese señor tan mayor, diminuto, tan pequeño que parecía que le habían encogido después de un lavado. Además, ¡estaba bebiendo una Fanta de limón!

Mery se acercó y le dio dos sonoros besos. –Abuelo, ésta es mi amiga Ana. –Encantada, señora –solté dirigiéndome a Franco. (...) Llamar «señora» al general Franco fue mi primera «obregonada», como bautizaron posteriormente mis amigos a mis continuas meteduras de pata. (...) Franco esbozó una sonrisa y como respuesta murmuró algo que nunca entendí. Aquella noche por fin me vino la regla, no sé si fue por el susto que pasé al conocer a Franco o porque ya era el momento de ser mujer, el caso es que cuando llegué a casa daba saltos de alegría y corrí por todos lados buscando a mi madre: –¡Mamá! ¡Yaaaaa! ¡Que ya me ha venido! Mis hermanos me miraban atónitos sin entender nada, aunque ya estaban acostumbrados a que su hermana, lo que se dice «muy normal», no fuera. (....)

Ese verano Mery conoció a Jimmy Giménez-Arnau y se enamoraron como locos. Yo necesitaba estar con ella porque era mi única amiga, pero comprendí que pasara de mí y se dedicara plenamente a su amor. Para suplir su ausencia me fui acercando cada vez más a su hermano mayor, Francis. Ya no me daba miedo sino todo lo contrario, era encantador, muy buena persona. Su único defecto era que le gustaba cazar. El día que le conocí me dijo: «¡Qué guapa eres!». Nadie puede imaginar lo que sentí en ese momento, era la primera vez que un chico me lo decía.

Francis estudiaba Medicina y yo me matriculé en Biológicas en la Complutense. (...) Yo necesitaba saber además cómo era posible que de un ser unicelular, de un protozoo, hubiéramos podido evolucionar durante millones de años hasta llegar al Homo sapiens, al hombre. Estaba dispuesta a ser premio Nobel de Biología descubriendo el origen de enfermedades graves, aunque también necesitaba dar salida a mi pasión por el ballet y la interpretación para comunicar toda la energía vital que volvía a tener dentro y la infinidad de sentimientos tan intensos que sentía por la vida. (...)

El verano de 1975 toda la familia viajamos como siempre a la casa que tenemos en Mallorca, El Manantial. (...) –Ana, que llames urgentemente a Mery al Pazo de Meirás, parece que Francis ha tenido un accidente de coche y está muy grave–, me dijo mi hermana sacándome de mis ensoñaciones. Tenía que ir a verle, Francis era mi mejor amigo y me necesitaba. Pero para ir al pazo primero debía superar mi aversión por los protocolos y los actos sociales (...)

Mery me esperaba en un coche oficial negro con los cristales tintados en el aeropuerto de Santiago, e iniciamos nuestro camino al pazo atravesando los parajes más bellos de esa provincia y escoltadas por diez policías en moto. (...) Cuando el coche oficial paró en la entrada del pazo, el inmenso portalón de hierro forjado se abrió automáticamente para dejarnos paso y, al cerrarse tras de mí, sentí como si estuviera entrando al castillo de Irás y No Volverás. Reconozco que en ese momento un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

El pazo imponía, y pasar cinco días con el general Franco, más todavía. Me instalaron en un dormitorio inmenso en tonos azules, con una gran lámpara de araña sobre la cama que tenía un montón de luces encendidas. Como no conseguí encontrar el interruptor y apagarlas, esa primera noche la pasé en vela. Me dio una pena inmensa ver al pobre Francis en la cama; tenía las piernas y un brazo escayolados. (...).

Lo pasé fatal en el primer almuerzo en el que me sentaron cerca de Franco. Casi me dio un ataque cuando vi que el primer plato que servían era una bandeja rebosante de gambas. Haciendo un alarde de educación absurdo intenté cortarlas con el cuchillo, así que la primera cabeza de gamba salió disparada a gran velocidad en dirección a Franco, que bajó hábilmente la cabeza para evitarla. ¡Dios mío! ¿Y si le llego a dar? Ya me imaginaba al día siguiente los titulares de todos los periódicos: «Franco, herido por una gamba que le lanzó una amiga muy torpe de su nieta Mery». Creo que todo el mundo se dio cuenta; digo creo porque no me atreví ni siquiera a levantar la vista del plato cuando me disculpé.