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El indispensable genio femenino por Lydia Jiménez

La Razón
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El hombre no puede vivir sin amor. Sin recibir amor. Sin dar amor. Es su vocación natural. De ahí la importancia y urgencia de una verdadera educación para el amor. Educación que libere en primer lugar de las confusiones que sufre el verdadero amor. Se identifica con placer. Se alimenta de gustos, caprichos, muestras de afecto sensible. Y el corazón así alimentado siempre mendiga más. No es fácil la educación del corazón, sobre todo en la mujer, por naturaleza más sensible. Más afectiva, la mujer necesita tener dominio de sí misma, poseerse, para darse, que es su vocación natural. Pero también en el hombre, tan necesitado de forjarse en la fidelidad, la permanencia en el amor.

¿Significa esto que mujer y hombre son iguales en cuanto lo que predica la ideología de género y las políticas de «igualdad»? En ese sentido, no. Masculinidad y feminidad son dos modos de actualizar la humanidad que vienen dados por la naturaleza, partiendo de la cual, la libertad está llamada a perfeccionarse. La naturaleza, efectivamente, indica la vocación al amor, pero la vocación al trabajo en la sociedad está implícita en el varón y en la mujer. Edith Stein, ya en 1930, hablando de la naturaleza y vocación de la mujer, dice que «no hay ninguna profesión que no pueda ser ejercida por una mujer». Ahora bien –sigue diciendo Edith Stein- la mujer, sea cual sea el trabajo que desempeñe, siempre ha de realizarlo conforme a su vocación femenina. Y ¿cuál es esta vocación femenina? La maternidad, la capacidad de donación. No se trata de reducir a la mujer de nuevo al hogar –en réplica de lo cual el feminismo radical o de género abomina de la maternidad– sino de entender claramente en qué consiste esta «maternidad». Sin negar por supuesto la maternidad biológica, sino valorándola al máximo, pues ningún producto del trabajo humano es comparable al don y al valor de una vida humana, es preciso saber que la vocación al amor tiene dos vertientes de realización; a saber: el amor virginal y el amor conyugal. Maternidad es fecundidad, donación, apertura, amor, sensibilidad, respeto, entrega, vida interior, paz… y esto todo hombre, en cualquier situación, lo necesita, y más hoy, dominados por el activismo, la prisa, la máquina, el anonimato, la eficacia, el cálculo, el mercado…

Una mujer y un hombre, en un despacho, hospital, clase, etc., hacen las mismas cosas con más o menos habilidad y eficacia, según cada uno, pero lo hacen de diferente modo. La mujer le pondrá un toque especial de humanidad, una cierta comprensión… O, al menos, debe ponérsela. Porque esta esencial «maternidad» es su vocación como mujer y debe cultivarla, al igual que debe cultivarla la educación y la política y toda la sociedad que si no, se resentirá, como se ha resentido a lo largo de la historia, de los valores exclusivamente masculinos, valores importantes y necesarios, pero destructores si no se complementan con los valores femeninos.
Goethe hablaba de «la sagrada quietud de la mujer», del inagotable bien de su vida interior; Foerster, un pedagogo alemán de principios del XX, comentando esto, llama a la mujer «urdidora de paz», diciendo que «en el espíritu de hogar radica la energía social de la mujer, que reina allí donde no hay egoísmo y dominan las fuerzas benéficas de la paz». Este «espíritu de hogar», propio de la vocación femenina, es esa «paz interior que debe respirar toda auténtica cultura que, en medio del caótico trajín del mundo ejerce el señorío del alma depurada» (oerster, W.: Temas Capitales de la educación, p. 40, 41, Herder, 1963).

El beato Juan Pablo II hablaba en este mismo sentido del «genio femenino». Genio masculino y «genio femenino» han de estar presentes en todos los campos, complementándose; en el trabajo, arte, política, familia, pues también es tarea de los dos compartir las alegrías de las tareas domésticas y de la tan importante educación de los hijos, consiguiendo así la deseada «conciliación». Ya sabemos que Juan Pablo II fue un gran defensor de la mujer. Aplaudió el que asumiera nuevas funciones, destacó el grado en que los condicionamientos culturales han sido un obstáculo para su progreso y exhortó a los varones a ayudar en el «gran proceso de la liberación de la mujer» (Carta a las mujeres, 6). Recogemos algunas citas propias de su filosofía personalista, en la línea de Edith Stein, que vienen a confirmar cuanto hemos dicho:
«Ante la cercanía de la Conferencia de Pekín deseo subrayar hoy la importancia de una valoración mayor de las mujeres en la vida pública (…) Se trata de un proceso que hay que alentar. En efecto, dado que la política es la promoción del bien común, no puede menos de beneficiarse de los dones complementarios, del hombre y de la mujer (…) Las mujeres están demostrando que saben dar una aportación tan cualificada como la de los hombres; más aún, esa aportación se vislumbra particularmente significativa sobre todo en los sectores de la política que conciernen a los ámbitos humanos fundamentales. ¡Cuán grande es, por ejemplo, el papel que puede desempeñar a favor de la paz, precisamente comprometiéndose con la política!» (Angelus, 27-8-1995).

 

Lydia Jiménez
Presidenta del Consejo Directivo de la Universidad Católica de Ávila; directora general del Instituto Secular Cruzadas de Santa María, y consultora del Pontificio Consejo de la Familia