Chile
Cuatro levantamientos en Oriente Medio por Daniel PIPES
Tras décadas de estancamiento, Oriente Próximo está conmocionado. Sin hacer demasiado hincapié en un único lugar, he aquí una panorámica de los sucesos acaecidos en cuatro países clave.
Libia. Sin que la mayoría de los estadounidenses llegue a darse cuenta, su Gobierno entró peligrosamente en guerra con la Libia de Muamar Gadafi el 19 de marzo. Las hostilidades apenas se reconocen, enterradas entre eufemismos («acción militar dinámica en el frente sobre todo») y sin objetivo claro. Dos figuras clave de la Administración Obama estaban fuera del país –el presidente, en Chile, la secretaria de Estado, en Francia–. Los congresistas, a los que no se consultó, respondieron airadamente a lo largo de todo el espectro político. Algunos analistas distinguen un precedente para atacar militarmente Israel.
Tal vez Obama tenga suerte y Gadafi se venga abajo con rapidez. Pero nadie conoce la identidad de los rebeldes y la iniciativa indefinida bien puede ser contraproducente, cara, terrorista y políticamente impopular. Si así sucede, Libia corre el peligro de convertirse en el Irak de Obama, o en algo peor si los islamistas toman el control del país.
Obama quiere que EE UU sea «un socio de muchos» en Libia y desearía ser presidente de China, sugiriendo que esta guerra ofrece un gran experimento para que el Gobierno estadounidense simule que es Bélgica. Admito tener cierta simpatía por este enfoque; en 1997, me quejaba de que, una y otra vez, al lanzarse Washington y responsabilizarse de mantener el orden, «el adulto estadounidense deja al resto de países en la posición de niños». Insté a Washington a mostrar más reserva, dejando que otros lo resuelvan y pidan apoyo. Eso es lo que ha hecho Obama, a su torpe e imprudente forma. El resultado probablemente pase factura a la futura política exterior estadounidense.
Egipto. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas convocaba un referendo constitucional el 19 de marzo aprobado 77 a 23. Ha surtido el efecto de beneficiar enormemente a la Hermandad Musulmana así como a los restos del Partido Democrático Nacional de Hosni Mubarak, al tiempo que margina a los laicos de la Plaza de la Liberación. Al hacerlo, la nueva cúpula militar confirma sus intenciones de proseguir con la confabulación sutil pero asentada del Gobierno con los islamistas. Dos hechos sustentan esta conclusión: Egipto lleva gobernado por el Ejército desde el golpe de 1952, y el llamado Movimiento de los Oficiales Libres, que llevó a cabo el golpe, mantenía estrechas relaciones con el ala militar de la Hermandad Musulmana. El espíritu de la Plaza de la Liberación era genuino y podría prevalecer con el tiempo; pero, por ahora, en Egipto las cosas no han cambiado, prolongando el Gobierno el discurso cuasi islamista familiar de Mubarak.
Siria. Hafez el Asad gobernó el país durante treinta años (1970-2000) con brutalidad y astucia sin igual. Seducido por aspiraciones monárquicas, legó la presidencia a su hijo de 34 años Bachar. Formado como oftalmólogo, Bachar entró al oficio familiar bajo coacción sólo tras la muerte de su hermano más preparado, Basil, en 1994, conservando básicamente las políticas megalomaníacas de su padre y prolongando de esta forma el estancamiento, la represión y la pobreza del país.
Cuando los vientos de cambio llegaron a Siria en 2011, las multitudes que cantaban «Suriya, Hurriya» («Siria, libertad») perdieron el miedo al dictador hijo. Presa del pánico, Bachar osciló entre la violencia y el apaciguamiento. Si la dinastía Asad cae, ello tendrá consecuencias potencialmente ruinosas para la minoritaria comunidad alauí de la que procede. Los islamistas sunitas con preferencia para suceder a los Asad sacarán probablemente a Siria del bloque «de resistencia» encabezado por Irán, lo que se traduce en que un cambio de régimen tendrá implicaciones para Occidente, y para Israel en especial.
Yemen. Este país reviste el mayor riesgo de caída del régimen y la oportunidad con más probabilidades de que los islamistas se hagan con el poder. Al margen de lo deficiente del autócrata y de lo limitado de su poder, el astuto Alí Abdalah Saleh, en el poder desde 1978, ha sido todo lo buen aliado de Occidente que cabría esperar, con independencia de sus vínculos con Sadam Husein y la República Islámica de Irán, controlando el interior, limitando la incitación y combatiendo a Al Qaida.
Su incompetente gestión de las protestas ha alienado hasta a la cúpula militar (de la que él procede) y a los de su propia tribu Hashid, lo que sugiere que abandonará el poder con escaso control sobre lo que le siga. Teniendo en cuenta la estructura tribal del país, la circulación generalizada de armamento, la fractura entre suníes y chiíes, lo abrupto del terreno y la inminente sequía, una anarquía de tintes islamistas (como Afganistán) se antoja como resultado probable.
En Libia, Siria y Yemen –no tanto en Egipto– los islamistas tienen posibilidades de ampliar significativamente su poder. ¿Hasta qué punto protegerá de esta amenaza a los intereses occidentales el ex musulmán inquilino de la Casa Blanca, tan aficionado al «respeto mutuo» en las relaciones con los musulmanes?
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