Holanda
Otros tiempos igual violencia
No cabe duda de que, ya sea en España, Portugal, Libia, Japón o los EEUU, los ciudadanos son conscientes de vivir un tiempo diferente del pasado. Cuando el presidente F.D. Roosevelt animaba a los jóvenes a combatir en la II Guerra, auguraba que aquélla iba a ser la última. El tratado de Yalta, en el que se dividió Europa y sus apéndices coloniales, duró hasta la caída del muro de Berlín y la reunificación alemana. Pocos esperaban, entonces, que China se convertiría en la segunda potencia económica mundial y que el problema israelí teñiría de sangre Oriente Medio. La progresía apoyaba en bloque el establecimiento del estado judío y sus modelos de nueva sociedad. No prosperaron y la paz octaviana que había de producirse tras el hundimiento de los estados del socialismo real tampoco llegó. El ser humano oculta la violencia si le conviene, la hace más sofisticada y nos la ofrece, incluso, en forma de juegos. Cuando la democracia se intenta imponer por la fuerza en países tan diversos como Afganistán (dominado por tribus), Irak (en pueblos y facciones islámicas) o Libia, país en el que gobierna desde 1969 un coronel que nunca renunció a la fuerza, pero se ofreció como amigo y dique de contención, ya en los últimos años, de los terroristas de Al Qaida, ésta acaba perdiendo significado. El Parlamento español aprobó, casi por unanimidad, una intervención armada española, aunque antes habían abandonado ya el país los empleados de Repsol, porque no cabe desdeñar el papel que juega el petróleo en el damero.
China y Rusia se abstuvieron en el voto del Consejo de Seguridad siguiendo una ya larga tradición y la intervención misma se pospuso hasta el último minuto, cuando las fuerzas de la insurrección se encontraban debilitadas, en el límite de su resistencia. Habrá que ver cómo finaliza esta nueva guerra, de la que los EE.UU. intentan desligarse, y cómo Europa desunida, sin Alemania, logra encontrar una solución política a la sustitución de la extravagante y abundante familia Gadafi con sus miles de millones de dólares a buen recaudo. Pero, ¿China y Rusia, que se abstuvieron, son modelos de las sociedades pacíficas y democráticas? Puede dudarse con motivo. En la China de Tiannamenn y del Tibet se fiscaliza hasta internet y Rusia mantiene su bota en Chechenia y en otros países, antes y todavía, satélites. Tal vez la guerra sea otra forma de entender la política, pero si ello sucede es porque la violencia pervive soterrada en sociedades no democráticas, pero también en éstas. Los ingleses ahora comienzan a ser conscientes de los sacrificios tras las medidas programadas por conservadores y liberales recién elegidos y Sarkozy, propulsor de la intervención libia, se muestra inquieto por el crecimiento de la ultraderecha de la hija de Le Pen, que podría dejar a su partido, hoy en el gobierno, como tercera fuerza, si se dan pábulo a las encuestas. Portugal está a un paso del abismo –entiéndase rescate– porque el juego político ha abierto una brecha por la que se colarán los socialdemócratas (una derecha hasta hace poco colaboradora). Y ¿qué decir de Bélgica sin gobierno?, ¿o de Holanda, tan liberal, y ahora gobernada por xenófobos? La crisis económica afecta a la globalidad, si además se acentúa con desastres naturales como el terremoto y maremoto en Japón y el posterior peligro de contaminación que ha puesto en alerta y entre paréntesis las centrales nucleares incluso en Alemania. Crecen las fortunas de unos pocos, pero a costa de crear un clima de inquietud general que arrastra a la violencia y al desánimo.
Los últimos e inciertos acontecimientos del norte de África se observaron como un acelerón histórico que ha permitido que los problemas derivados de la crisis y sus consecuencias pasaran unas semanas como en un segundo plano. Pero conviene no hacerse ilusiones, porque ahí sigue en plena forma, con sus antenas al aire. La violencia machista que se torna cada día más visible no puede considerarse fruto de la crisis, aunque, sin duda, también la propicia. Los hogares en dificultades, los millones de parados y los que vendrán, los desahuciados de sus viviendas, las crisis de cajas y bancos, los recortes en pensiones, en salarios, en niveles de vida que iban acercándonos al resto de Europa no hacen sino incrementar la irritabilidad, la violencia que cada uno llevamos dentro y que dominamos con razones o sinrazones. Nada volverá a ser lo que fue, pero, aunque mejoren las expectativas algún día, la semilla de la violencia y su expresión más terrible, la guerra, seguirá. Añoramos los años de los hippies y su pensamiento que descubrió uno de los aspectos de Oriente. Seguimos admirando a un Gandhi, que hoy tal vez ya no sería posible. O la Iglesia de los pobres. Estamos mirando por el retrovisor, hacia un pasado que nunca fue perfecto, porque el presente disgusta. El rifirrafe que se traen los partidos nacionales o autonómicos cada vez que se acercan unas elecciones, es tan ácido como ruidoso. Me temo que buena parte de los españoles debería recurrir a tratamientos psicológicos que permitieran una convivencia menos crispada. Pero, siendo gentes de paz, gobernados por un partido que se declara enemigo de la guerra, nuestro ejército se encuentra en zonas de conflicto: Afganistán, Líbano, Libia, Somalia... Las razones pueden ser éticas, sólidas y justificadas, pero, situados casi en primera fila, danzamos al son de una música que otros interpretan. El nuevo milenio ha comenzado con mal pie.
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