Escritores
La antigua risa
En este tiempo de ya pasadas –pero recientes– fiestas nostálgicas, es totalmente inadecuado escribir un responso o una necrológica sobre este mundo que agoniza. Enero es, más bien, tiempo de consejas, leyendas y cuentos al lado del fuego. Y también de recuerdos chistosos por parte de los viejos. Ocasión de recuperar una risa antigua, inocente, incruenta. El «tubo de la risa», en el túnel del tiempo. Las antiguas anécdotas risueñas ponen de relieve lo grotesco social, y nos identifican con un pasado sin retorno.
Mi hermano y yo, de chicos, en aquellas noches de invierno, le pedíamos a mi padre: –«¿Cuáles son los motes mas graciosos, que tú sabes de las gentes del pueblo y por qué a esas personas las llaman así?».
¡Aquí venía lo bueno! Eran tantos, que no alcanzaba a repasarlos todos. Allí estaban «el notario Picores», el vinatero «Suficiente», los alguaciles «Panzanegra y Tenazo», el chulo «Tacones», «La que no se peina» –señorita cursi– el terrateniente «Pape, el Mutis»… Y muchos más. No quiero privarme de consignar a tres de ellos, equivalentes cada uno, a una escena teatral, de «género chico».
Picores.
Respetable notario. Así llamado porque padecía un tic nervioso que, muy a menudo, le hacía mover o encoger los hombros, como si algo le picara en la espalda. Este mote lo interpretó como apellido una forastera, que necesitaba solventar ciertos asuntos en una notaría. Pidió el consejo de algunos paisanos. –«Eso te lo arregla Picores». –«Para casos como el tuyo, no hay otro como Picores». –«Debes confiar en Picores». –«Lo mejor es que pidas hora en la notaría y que te reciba Picores».
Y acompañada por un matrimonio del pueblo, la forastera visitó al notario, y no hacía más que repetir: –«Porque, mire usted, señor Picores…». –«Estas son mis disposiciones, señor Picores». –«Y, a propósito, señor Picores…». –«Se lo agradezco mucho, señor Picores…».
El notario se removía en su asiento, más aquejado aún por su tic nervioso, cosa que la forastera no notaba, sumida como se hallaba en sus preocupaciones. Pero el matrimonio estaba volado, escuchando cómo la amiga le trataba de señor Picores y el otro corroboraba su apodo, moviendo los hombros desaforadamente. Hasta que terminó, resoplando con furia y pasándose un pañuelo por la frente. Entonces, intervino la acompañante: –«Perdona, Domitila, don Emilio Sanz no se llama así, y tú debes estar muy confundida». La forastera se confundió más al corroborar con espanto lo adecuado y gráfico del mote: –«Perdone mi desliz, don Emilio. Ya me doy cuenta de que se está cometiendo con usted una injusticia».
¿Una injusticia? Sobre todo por no decirle de antemano cómo se llamaba en realidad el conocido como Picores. Esto era como un pasillo de comedia.
Pepe, el Mutis
Rico y gordo terrateniente. Aquel apodo era tan definitorio como el de Picores, aquejado por otra forma de tic. Pero el suyo era un tic verbal, una palabra recurrente, que empleaba sin cesar y a propósito de todo. Unas veces, imponiendo «silencio o boca cerrada»; otras, en sentido más literal, «retirarse, salir de escena». Y, en ocasiones, entendido como mutación, cambio de tema o de ocupación. Por ejemplo:
–«Mutis, que voy a orinar». –«En cuestiones de política y de religión, mutis». –«¿Que si sé cómo están los precios en el mercado? Mutis» –«En cuanto a las desavenencias entre matrimonios, por mi parte, mutis». –«Cuando alguien quiere saber de uno más de la cuenta, mutis». –«Mutis, que me voy» –«Mutis, que hago mutis». –«Mutis, que se me hace tarde» –«Mutis, que es hora de cenar». –»Mutis, que es hora de acostarse». –«Lo mejor que podemos hacer en este mundo es mutis».
La que no se peina.
Así conocida una señorita madrileña, muy culta, muy fina, que tenía en menos a todos los galanes que la rondaban. Y un día tuvo el atrevimiento de decir: –«Yo no me peino para ninguno de este pueblo». Además de aguantar ese mote a todo lo largo de su vida, se quedó soltera.
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