Barajas
Michoacán la utopía de Vasco de Quiroga
Todos los mexicanos de Michoacán llevan a Vasco de Quiroga en el corazón. Vayas donde vayas, el Tata Vasco, como le llamaban los indígenas -tata en tarasco significa padre-, es aquí una figura de primer orden, un español que cinco siglos después de su muerte es venerado por el modelo de convivencia que instauró inspirado en la utopía de Tomás Moro. Sin embargo, como suele suceder con muchos otros episodios y personajes de nuestra historia, en España es un gran desconocido.
En Michoacán -tierra de los peces- existe una ruta turística que lleva el nombre de Don Vasco. Con el mapa en la mano, el visitante puede recorrer en unos días los pueblos en los que este abogado español construyó su legado, una historia que comienza, si se quiere, el día en que recibió una carta de la reina Isabel en 1530. En ella le propone viajar a la Nueva España para acabar con los abusos de Nuño de Guzmán contra los indios purépecha, el pueblo que habitaba en lo que hoy es el estado de Michoacán.
El Tata Vasco llegó a la "tierra de los peces"en 1531, cuando contaba 64 años, imbuido del espíritu humanista y evangelizador de la época. En poco tiempo pacificó la región y conquistó el corazón de los indígenas. La utopía, por definición, es el lugar inalcanzable, pero Vasco de Quiroga logró rozarlo con la punta de los dedos.
Fundó comunidades auténticamente mestizas y a cada pueblo le especializó en un oficio (los ceramistas, los trabajadores del cobre, los de la madera, etc.), preconizó una sociedad regida por la justicia social en la que armonizó el cristianismo con la religión indígena de los purépecha, y creó las llamadas "huatáperas", edificios sociales que hacían las veces de escuela, centro de instrucción misionera, hospital y albergue.
Estas construcciones arquitectónicas tan singulares siguen en pie en algunos de los pueblos que vamos a visitar; también permanece vivo el sistema de organización social establecido por el español y su ideario humanista. El Tata Vasco no repartió peces, enseñó a pescar. Los descendientes de los purépecha nos lo explican hoy de esta manera: "Sin él, nuestra raza habría desaparecido".
Empezamos el viaje donde terminó el suyo Vasco de Quiroga, en el municipio de Pátzcuaro, uno de los 54 Pueblos Mágicos de México, así declarados por la belleza incólume de sus calles y casas. Tras encontrar la muerte a los 93 años, los restos del Tata Vasco quedaron depositados en un mausoleo en la basílica que él mismo mandó edificar en este pueblo.
El humanista español hizo de Pátzcuaro el núcleo central de su obra, una comunidad donde criollos, indígenas y españoles convivieron en paz. En nuestro paseo apresurado descubrimos un lugar vibrante y alegre, con un urbanismo de calles empedradas y portales alborotados. Nuestros ojos vuelven una y otra vez al color rojo profundo de las paredes de las casas.
Dioses de "maque"
En Pátzcuaro es parada obligatoria la Casa de los Once Patios. Los artesanos de la región purépecha mantienen abiertos aquí sus talleres, donde trabajan y venden joyas, textiles, juguetes y muebles elaborados a mano. De aquí salen innumerables estatuas religiosas cada año para muchas iglesias de México. Todas están elaboradas a partir de la pulpa de caña, que dota de una ligereza extraordinaria a la pieza. La técnica se llama "maque"y ya era utilizada en el pasado por los indígenas para transportar cómodamente a sus dioses en periodos de guerra.
En la plaza principal nos detenemos en una bodega y hacemos acopio de tequila: una botella para la maleta y un pellizco para el estómago. La sonoridad de la palabra Páztcuaro -quizá también el "caballito"de tequila que nos hemos tomado- hace que la imaginación se ponga a trabajar recopilando palabras recién escuchadas. México es una geografía poblada de esdrújulas deliciosas como "huatápera", "querétaro"(elegida la palabra más hermosa del español en una votación organizada por el Instituto Cervantes), "Jácuaro", "Tupátaro"o "Purépecha", y tantas otras que nos iremos encontrando en el camino.
En Santa Clara del Cobre, otro Pueblo Mágico, existen 1.300 orfebres que trabajan este metal como ya hacían sus antepasados antes de la conquista. Con la llegada de Don Vasco y sus artesanos españoles, se perfeccionó la técnica de trabajo. Nos detenemos en el taller Casa Felicitas. Desde la calle se escucha el martilleo rítmico de la fragua. Orgullosos nos cuentan que aquí se elaboró el pebetero donde prendió la llama olímpica en los Juegos del 68 de México. El ritual de la fragua es hipnótico: cuatro hombres golpean con mazos la tortilla de cobre recién salida de las llamas para darle la forma deseada. No hay soldaduras en ninguna de las piezas moldeadas, sólo fuerza e ingenio.
Piedra volcánica
La modernidad no ha conseguido erosionar las costumbres en el pueblo de Angahuan, donde las mujeres visten trajes tradicionales y muchas familias aún viven en "trojes", viviendas construidas con piedra volcánica, adobe y madera. Dos son las paradas en nuestro camino. La primera en la iglesia de Santiago Apóstol, un bellísimo templo de fachada plateresca donde somos testigos de una curiosa escena: Simplicio, un campesino del pueblo, se arrastra de rodillas desde la puerta de la iglesia hasta el altar para escenificar un juramento. Ha dejado el alcohol y quiere dar fe de su acto ante Dios y su esposa, que le acompaña en el ritual.
El segundo atractivo de Angahuan es el volcán de Paricutín, el más joven de un territorio que cuenta 3.000 cráteres, situado en las inmediaciones del pueblo. Muy cerca del volcán queda la iglesia de San Juan de Parangaricutiro, abandonada en medio de la naturaleza porque la lava quiso tragársela a ella, y a las casas que la acompañaban, durante la erupción de 1943. Ahora quedan las ruinas silenciosas del templo acorraladas por la roca volcánica. Hasta allí llegamos montados a caballo durante una travesía de 30 minutos y allí comemos -junto a un puesto improvisado en medio del campo- los mejores tacos de toda la ruta. ¿La receta? Carne de res, queso y unos chiles picosos que hacen más confortable el camino.
La "danza de los viejitos"
De noche llegamos al hotel. En el patio nos espera un espectáculo sobrecogedor. Es la "Danza de los Viejitos". Vemos a cinco hombres con ropas de campesino y la cara cubierta con una máscara de madera pintada de rosa y facciones de viejo desdentado y burlón. El baile comienza con una coreografía lenta, apoyada en el taconeo y el temblor de los bastones sobre el suelo de madera. La melodía es pegadiza y melancólica. Poco a poco el ritmo se acelera, los "viejitos"se liberan cual diablillos y estalla la canción como una traca final. Octavio Paz escribe en "El laberinto de la soledad"que las representaciones populares mexicanas son siempre un burla de la vida, "insignificancia de la existencia humana".
La "Danza de los Viejitos", con su tiempo fúnebre, se nos clava en la cabeza. Refleja ese profundo sentimiento de soledad -del que habla Paz- "que se afirma y se niega alternativamente en la melancolía y el júbilo, en el silencio y el alarido, en el crimen gratuito y el fervor religioso", y que define la identidad mexicana.
Michoacán, como queda dicho, es la tierra de los peces. Y si hay peces es porque hay agua. Y si hay agua es porque Michoacán presume de 25 ríos, 11 lagos y 214 kilómetros de costa al mar. Nosotros nos quedamos con los lagos. Visitamos los de Zirahuén y Pátzcuaro. Cuentan que cuando Vasco de Quiroga vio este último lago supo que había llegado al lugar idóneo para fundar su utopía. El paisaje serrano, verde y boscoso que hemos contemplamos desde la ventanilla del coche durante el trayecto se magnifica cuando orillamos el lago de Zirahuén y entramos en un auténtico vergel.
Esta naturaleza generosa y abundante también esconde sitios arqueológicos. El más espectacular es el de Tzintzuntan, centro político del señorío purépecha, donde se alzan construcciones piramidales en las que es posible encontrar dibujos grabados en la roca. En el pueblo que lleva el mismo nombre paseamos por el ex convento franciscano impulsado por el Tata Vasco. ¿Qué hacía un seglar como él en tales menesteres? Vasco de Quiroga -recordemos que era abogado de profesión y que antes de llegar al Nuevo Mundo ejerció de diplomático-, fue nombrado obispo a instancias de Carlos V en 1537, a los seis años de llegar a Michoacán.
La guitarra más pequeña del mundo
A la mañana siguiente ponemos rumbo a Paracho, el pueblo de las guitarras. Visitamos el taller del artesano Jesús Zalaga González. Hace cinco años entró en el libro Guiness al fabricar la guitarra más pequeña del mundo. El artilugio mide 3,2 centímetros y pesa 2,5 gramos, poco más de una uña. En un santiamén nos pone al día. En Paracho hay 18 industrias guitarreras, 400 talleres y 2.200 personas entre obreros y pequeños productores. Con los desechos de las guitarras grandes, él fabrica cada año 40 guitarras en miniatura para coleccionistas. En Europa se pagan 300 euros la pieza. "Están hechas con madera de caoba, cedro rojo, ébano y abeto canadiense", nos cuenta el maestro. "Pero el secreto, más allá de los materiales, está en que trabajamos con el alma, le damos vida a algo que no la tiene".
Cae la tarde y ponemos rumbo a Morelia, la capital de Michoacán. Hacemos casi 200 kilómetros y cuando llegamos, ¡sorpresa!. En la parte histórica de la ciudad la arquitectura colonial permanece inalterada, deslumbrante. La huella de Don Vasco también es visible en Morelia. Pero esto es algo que se lo contamos otro día.
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