Libros

Libros

Agua lunfarda

La Razón
La RazónLa Razón

Cuando yo estaba al borde de la adolescencia, los niños de mi calle tenían en la cabeza las mismas pedradas que sus perros. Yo no sabía entonces qué demonios era eso de las clases sociales, ni sospechaba siquiera que la ropa vieja de los muchachos que vivían cerca del río fuese la evidencia lacerante de la pobreza. Yo creo que ni ellos estaban seguros de que la calidad de la ropa fuese a determinar el curso de sus vidas, así que lucían sus remiendos sin ninguna clase de remilgo, sin complejos, seguros de que quienes de verdad lo pasaban mal eran los ricos de la ciudad, que vivían en sus preciosas casas de La Rosaleda, recluidos en un mundo antibiótico y protegidos de la serosa contaminación marrón de los mediocres por un cordón de conserjes, chóferes y doncellas; cautivos de una riqueza jabonosa y aislante; rehenes de una soberbia esterilizada y claustral que los retenía convalecientes en el tedio fénico de un lugar de la ciudad en el que la comida del almuerzo olía igual que la cera del piso. Aquella gente tenía una descendencia blanda y relamida de muchachos lívidos y repeinados que a mí me parecía que hasta se pondrían enfermos por culpa de un exceso de salud, igual que cogían moquillo sus perros cuando los lavaban demasiado. Desde luego a mí me gustaban más los chiquillos que vivían cerca del río. Repetían la ropa día tras día, pero sus madres se las arreglaban para que la suciedad de sus camisas pareciese siempre impecable, como si saliesen por la mañana a la calle y camino de la escuela se sintiesen los chicos más importantes del mundo gracias a llevar en la ropa aquellas relucientes manchas tan limpias. Es cierto que los chiquillos de mi calle tenían en sus cabezas las mismas pedradas que sus perros, pero se parecían una barbaridad a sus padres y olían decentes como el humo de la cena del hospicio, no como los hijos pulcros y hervidos de los señores ricos de la ciudad, que era unos cenobiales niños de interior que echaban a volar sus pancreáticas cometas de colores en los jardines privados de aquellas hermosas casas en cuyos muros de piedra medraba una lenta maleza de hiedras alumbradas en primavera por aquellos mórbidos rosales en los que no medraba una sola flor que al bostezar en abril no dejase suspendido en el aire un aliento a tosferina, a supositorio y a jarabe, mientras los chiquillos de las manchas miraban sus rostros reflejados en jerga, como esperma dorado, en la corriente lunfarda del río.