Londres
Boda real
Buena parte de la elite española, sobre todo la de izquierdas pero también de la que se define como de derechas, ha heredado una concepción del espacio público que procede del republicanismo francés, y del más jacobino además, aquel que hace de ese mismo espacio público algo exclusivamente político, del que está excluida cualquier otra manifestación de la vida humana. La boda real recién celebrada en Londres nos recuerda que fuera de esa minúscula y reseca mentalidad afrancesada, hay toda una inmensa variedad de formas de concebir el espacio público que, en vez de empeñarse en esterilizar este en una pura abstracción, dan cabida a formas muy diversas de la experiencia humana. La boda del heredero del trono inglés significa, por ejemplo, la continuidad de la Dinastía. Y esta significa a su vez la continuidad de Gran Bretaña como nación. Lo que los británicos han celebrado estos días es la garantía (si Dios quiere, claro está), de que van a seguir siendo lo que les gusta: británicos, con todo lo que eso significa. La nación, encarnada en quienes antes eran llamadas las «personas reales», tiene una vida propia que cualquier británico sabe distinguir de la esfera política. Y nada sería más absurdo que decir que esa continuidad no es uno de los grandes asuntos de la vida pública, en Gran Bretaña o en cualquier otro país. Además –en buena medida gracias a Diana de Gales– una boda real no puede ser ya sólo una puesta en escena, tras la cual los protagonistas viven una vida ajena a la representación. La boda y el futuro matrimonio tienen que responder a una cierta autenticidad. Lo que los británicos celebraban ayer era también el amor, la unión y el compromiso de dos personas, jóvenes, atractivos. De pronto, caemos en la cuenta de que eso también forma parte del espacio público y que deberíamos tomar en serio cosas tan sencillas, tan evidentemente buenas como estas.
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