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El avión de las cuatro

La Razón
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Supongo que, como a la mayoría de vosotros, a mí me inculcaron de niño la idea de que la venganza es un sentimiento perverso, impropio de personas razonables. Yo siempre estuve de acuerdo en eso, pero habría que establecer matices, aunque sólo sea porque la lentitud técnica de la justicia a veces sólo se puede remediar con la prisa sumarial de la venganza. ¿Una barbaridad? Según se mire. Para quienes padecen las consecuencias de una Justicia lenta, la venganza puede ser incluso un instrumento legal, un recurso sensato, siquiera sea porque, aplicado con criterio, el rencor no siempre es más infame que la lentitud de la Ley. Claro que es cierto que la Ley ha de actuar en frío, sin dejarse llevar por el acaloramiento inmediato a los hechos, pero tampoco se trata de que, por tanto esperar, resulte luego que la Justicia lo analice todo con tanta distancia, con tanta frialdad, que deje de surtir los efectos esperados. Lo ideal sería una respuesta inmediata y sensata, algo así como juzgar a alguien después de haber enfriado en caliente, que es la única manera de que la Justicia se parezca razonablemente a la venganza. No hay por qué escandalizarse pensando en que la prisa pervierta la aplicación de la Ley. En cierto modo, ¿no cabe entender que la Justicia es la manera lenta, razonable y elegante que tiene el Estado de ejercer higiénicamente la venganza? Cabría preguntarse también si, además de reprobable, es ilícito el rencor. Incluso podríamos tener la duda razonable de que la del rencor sea una actitud reprobable, puesto que a fin de cuentas no se trata más que de una función de la memoria, un afianzamiento interesado del recuerdo. Lo cierto es que en España con frecuencia es la imperfección de la Justicia la que desencadena el rencor al que tendría que sustituir y justifica la venganza a la que tendría que relegar. Yo jamás he sido un hombre rencoroso y sin embargo hay momentos en los que echo de menos haber tenido una peor educación moral, cívica y familiar. Es por eso que a veces pienso que su sofisticación priva a la Justicia de su eficacia. Y en ese caso me pregunto si no sería moralmente aceptable que el individuo se dejase llevar de su espontaneidad moral al administrar sus emociones, de manera que la naturalidad de sus intereses legales no sea pervertida por el funcionamiento obstructivo de la Justicia. Porque del mismo modo que la erudición suele dificultar la manifestación espontánea del talento, también el razonamiento puede resentirse por habérsele entorpecido con el criterio. ¿No conocemos todos casos sangrantes en los que es evidente que los resultados alcanzados por la aplicación lenta y sensata de la Ley son peores que los que se podrían haber conseguido por la vía del rencor? ¿Alguien podría entender que, teniendo que llegar a destino a las seis, se nos obligase a tomar a las ocho el avión de las cuatro?