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Otras bellezas por César Vidal
No soy un gran aficionado a la televisión. No se trata de que desprecie el medio que, con diferencia, es el que más repercusión social tiene en nuestros días. Más bien las razones de mi distanciamiento se encuentran relacionadas con los contenidos. Si lo que ofrece la televisión es una serie interesante o una película que no he visto procuro contemplarlas en versión original y con tranquilidad en lugar de en una traducción dudosa y cuajada de publicidad. El resto de los espacios, por regla general, me resulta indiferente quizá porque no termino de ver el encanto de programas donde se trocea a ausentes contando sus intimidades o me trae sin cuidado el destino de un grupo de voluntarios sometidos a las más diversas perrerías y a los comentarios pseudo-sesudos de presentadores seguramente dignos de espacios de más altura o me aburre el enfrentamiento de correas de transmisión de los partidos disfrazados de periodistas. A pesar de todo, confieso que no me resisto ocasionalmente a recalar en algunos espacios televisivos simplemente para observar el comportamiento de ciertos contemporáneos y compararlo con lo que puedo contemplar por la calle. El otro día vi a una jovencita de dentadura asilvestrada que rompía a llorar a lágrima vida después de que le mostraban cómo le quedarían colocados los dientes tras pasar por un dentista plástico. Según me explicó mi ama de llaves, en el programa en cuestión te peinan, te visten y te planchan de una manera que no hay quien te reconozca, pero, al parecer, tú te pones más contento que el proverbial Chupilla. Reconozco que sentí un arañazo de pesar al enterarme de todo aquellos. Recuerdo una época –¿o fue mi imaginación?– en que la gente se esforzaba por embellecer su mente o su espíritu. Puede que le diera por leer poesía del Barroco o por volcarse en la absorción de los Evangelios, puede que decidiera entregarse a las obras de caridad o asistir a representaciones de teatro clásico, puede que aprendiera idiomas o apartara un tiempo para la oración. En cualquiera de los casos, habían comprendido que la verdadera belleza se encuentra en el interior. Viendo estos programas tengo que llegar a la conclusión de que el cambio ha sido inmenso. Al parecer, ahora no se repara en que no sirve de nada llevar silicona en los pechos si se habla con la misma elegancia que el tufo de una alcantarilla o que los dientes bien colocados poco pueden embellecer a una persona que haría enrojecer a la mismísima Mesalina o que la ordinariez no se oculta sino que se acentúa en los estudios de televisión. Ciertamente, el foco sobre lo que es hermoso y digno de contemplarse se ha desplazado. Se trata de otras bellezas no cabe duda, pero, puestos a elegir, me quedo con aquellas centradas en el corazón o en la mente.
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