Huelgas
El que rompa que pague por J A Gundín
El derecho de manifestación es inalienable, pero que cada cual se lo pague de su bolsillo. Mi vecino, que está mosqueado porque han subido la cuota de la comunidad y han recortado la temporada de piscina, tiene todo el derecho constitucional a manifestarse ocupando el portal o cortando el acceso a la finca, pero si durante la protesta se carga la lámpara de la entrada o daña el ascensor o rompe el espejo del hall comunitario, está obligado a correr con los gastos. En España, sin embargo, el que destroza nunca paga. A quien se le pasa la factura es al contribuyente por las marquesinas demolidas, los escaparates reventados, las farolas y las señales de tráfico arrancadas de cuajo y, claro está, por los servicios extra de limpieza y de jardinería. Hay que cambiar la Ley, desde luego, pero no para «modular» el derecho de protesta, como sugirió Cristina Cifuentes, una de las políticas más brillantes del PP, sino para delimitar responsabilidades civiles y aplicar el principio básico según el cual quien rompe, paga. El drama de Madrid es que, siendo el rompeolas de todas las broncas de España, ha pasado de Kilómetro 0 a Zona Cero, un Campo de Agramante que desangra la caja municipal y subleva a la alcadesa Botella.
Cuando en los años 80 los mineros y los estibadores británicos lanzaron una ofensiva total contra Margaret Thatcher, al punto de paralizar el país durante semanas, la Dama de Hierro desoyó los consejos para cambiar la ley de huelga y limitar así la capacidad de coacción sindical. Lo que hizo fue mucho más simple y democrático: introdujo una cláusula de responsabilidad civil mediante la cual los convocantes de una manifestación, protesta, huelga o reivindicación en espacio público se obligaban a cubrir los daños materiales causados. La medida tuvo efectos milagrosos: desaparecieron los sabotajes, se redujo la violencia de los piquetes y los propios sindicatos se cuidaron muy mucho de que en sus filas no se infiltraran radicales, violentos y reventadores. Si Thatcher le dobló el pulso a aquel sindicalismo agreste y decimonónico fue porque se ganó a los ciudadanos que estaban hartos de pagar con sus impuestos los destrozos de los demás. Tomen nota, pues, Ana Botella y Cristina Cifuentes, que apunta maneras de Dama de Hierro, de la experiencia de aquella gran gobernante británica. La España de hoy, como la Inglaterra de los 80, no necesita retocar derechos, sino una buena póliza de seguros. A todos nos iría mejor si los sindicatos y las organizaciones que habitualmente ocupan la calle como medio de expresión suscribieran un seguro obligatorio de daños antes de cada manifestación. No sólo nos ahorraríamos varios millones de euros al año, sino que también se les acabaría el negocio a los «borrokos» profesionales.
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