Crítica de cine
Donación de órganos
Sobre una novela de Kazuo Ishiguro, «Don't let me go», han hecho una película donde, en la Inglaterra actual, se da como establecida una industria legal que consiste en que a niños producidos por clonación o algo así se los destina a ser donadores de órganos vitales, se les imbuye la idea de su gran misión (si alguien protesta, se le subsume o elimina) y se les hace sentirse orgullosos de tal destino. Lástima que el autor y el director y guionista se sentían asustados de ofrecer la trama tan desnudamente y la han diluido con una historia de amor y celos entre un chico y dos chicas de los futuros donantes que ocupa la mayor parte del tiempo (para decir que, en tan tremenda situación, pasa con el amor lo mismo que de ordinario, no hacía falta tanto) y que no enseña nada nuevo; lástima, porque, sin eso, podría servir como exageración horripilante del destino de las vidas corrientes bajo el Régimen.
Lo que hoy deseaba era aprovechar esa ocurrencia para hacer sentir cómo el horror que esa novela y película han acertado a poner al vivo consiste en dos cosas que acaso de primeras no se vea cómo enlazan entre sí: la una es la dedicación de las vidas al futuro, la fe en el progreso de la Humanidad hacia el dominio de la desgracia y vida al fin feliz, el progreso de su Cirujía hasta tocar el límite de la longevidad lo mismo que el de su Ciencia hasta la Verdad. La otra cosa es la posesión del cuerpo, o sea, el creer que con hígados, corazones, tripas o lo que sea, puede uno hacer lo que quiera: donarlos, venderlos o descuajaringarlos.
Ni eso es verdad (lo que en uno haya de bueno lo es gracias a que no es de nadie y viene de no se sabe dónde) ni lo que pasa es Tiempo ni hay en realidad verdad que pueda alcanzar ninguna Ciencia. Cómo esos dos errores, el creer en el futuro y el creer en uno mismo, se enlazan entre sí, ya mis lectores lo irán entendiendo poco a poco; y entre tanto, hasta horrores como los de esa película pueden acaso ayudar a los más perezosos a sentirlos.
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