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Reata de bario

La Razón
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Ayer cumplí años y me di cuenta de que hay gente que me quiere y personas que me aprecian, incluso alguien que tiene el cordial acierto de ignorarme. Al llegar a cierta edad hay quien te felicita por haber vivido tanto, y nunca falta alguien que por decoro se muerde la lengua al desear que vivas muchos más y que disfrutes de cuantos placeres te salgan al paso. Yo no sé muy bien en qué consiste el mérito de cumplir años, ni creo que la vida me haya servido para aprender grandes cosas, a no ser que considere una conquista la suerte de haber olvidado unas cuantas. Dicen quienes me conocen que con los años he ganado en aplomo, que es algo que yo no desmiento, a pesar de que sé que en lo que he ganado con el paso del tiempo ha sido en escepticismo y en cansancio. Mi vida no ha sido ni mejor ni peor que la de muchos hombres, sólo distinta. Para empezar, jamás me he fijado metas, así que en la vida he ido devolviendo las bolas según me venían a la raqueta, sin otro criterio que el de evitar que se acumulasen a mi espalda por culpa de haber fallado demasiados golpes, y sin reparar mucho en el reglamento, no sólo porque mi idea de las normas es la de algo que produce placer al infringirlas, sino, sinceramente, porque desde muy joven se me metió en la cabeza que para dirigir un banco se requiere menos talento que para atracarlo. Al compararme con unos cuantos amigos de mi generación me he dado cuenta también de que he sido más enamoradizo que ellos. Comprendí entonces que en ese terreno no hice las cosas bien, aunque la verdad es que mis fracasos me sirvieron al menos de experiencia para no dudar en repetirlos. Mis parejas me reprocharon muchas veces cierta desconexión entre mis promesas y mis hechos. Me dijo una de ellas: «Yo no sé qué dirán los tuyos de ti en el cementerio, pero juraste por tus muertos que permanecerías a mi lado y me rascarías la espalda hasta la muerte. Ahora miro tus manos, cariño, y sé que ni siquiera has estado a mi lado el tiempo necesario para que te creciesen las uñas». Nunca supe muy bien por qué me ocurría eso al emparejarme. Jamás he dedicado mucho tiempo a meditar sobre el curso de mi vida y no creo que sea bueno que lo haga ahora. La verdad es que me he llevado unos cuantos disgustos al mirar dentro de mí y que hacerlo sólo me sirvió para darme cuenta de que la reflexión suele malograr los mejores impulsos de un hombre, igual que la digestión convierte en apestosas heces el más suculento manjar. El caso es que ayer cumplí años sin que la saliva se haya vuelto cemento en mi boca. Y aunque no creo haber aprendido mucho de la vida, al menos tengo la relativa certeza de que adquirí la calma que un hombre necesita para esperar a que por la penumbra de su calle pasen a deshora, como una reata de bario, las luces cosmopolitas de Broadway.