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Galgo dormido (II)

La Razón
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Cada vez que tomo vacaciones me propongo caer en la más absoluta indolencia. Es algo para lo que no necesito concienciarme porque siempre he sido propenso a la inactividad. Creo que la pereza es el estado natural del hombre y que en eso lo que influye sobre todo no es la educación recibida, sino la ley de la gravedad. A mí me gustan las vacaciones como motivo para no hacer nada que no sea disfrutar de los placeres más elementales, sin rebuscamientos intelectuales, entregado al disfrute sin necesidad de mejorar las sensaciones empobreciéndolo con la inteligencia, sólo incontinencia y deseos, igual que recuerdo que disfrutaban los cerdos deshuesándose casi de placer cuando los contemplaba de niño en Cambados. Quiero saber qué se siente cuando, liberado de la necesidad imperiosa del trabajo, y con el reloj en el bolsillo, un hombre se puede permitir incluso el lujo de que a su cabeza no se le ocurra nada, como si el placer de la plena indolencia le supusiese la pérdida de la memoria, incluso casi la muerte. Supongo que en ese estado de virginidad mental uno se identifica mejor con la naturaleza, incluso con los animales, y, a pesar de desistir de la imaginación, de forma instintiva podría renovar su casquería mental y sus apetitos y reparar con ellos las áreas de la imaginación que antes hubiesen sido contaminadas por los conocimientos superfluos. Acumulamos demasiados conocimientos retóricos durante el invierno y somos víctimas de un exceso de información que nos impide la recreación emocional en el mundo cada vez más perdido de los instintos. Fascinados por la tecnología y viciados por el dinero, cegados por los dioses fluorescentes, nos hemos olvidado de que el alma también es una tripa. Es necesario que conozcamos las cosas y sus sensaciones por haberlas sentido, no por haberlas leído en alguna parte. Ahora más que nunca me doy cuenta de que las emociones más fuertes, las que de verdad son inolvidables, no son las que adquirí mezcladas con el conocimiento ilustrado, sino aquellas otras que me hicieron disfrutar sin saber dónde diablos había puesto las gafas. Durante un verano de hace muchos años me di cuenta de que, por desgracia, a veces la lectura nos inculca con sus sugerencias una serie de sensaciones que tendríamos que haber conocido por la propia experiencia. A renglón seguido de darme cuenta de aquello, no tardé en comprender que en realidad lo más excitante de cuantas visitas había hecho a mi librería de toda la vida, no eran las frecuentes novedades editoriales, ni el estupefaciente olor de las ediciones nuevas, sino las tentadoras piernas de la hija del librero. Supe desde entonces que las mejores conquistas urdidas en la cabeza de un hombre, fueron antes las manchas más inconfesables en su ropa interior.