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Soy liberal
Mañana se cumplen 200 años de la Constitución de Cádiz de 1812, garantía de la soberanía nacional, del imperio de la Ley y de que todas las personas tengan los mismos derechos. Sentó las bases de la España democrática
Mañana se cumplen doscientos años de la promulgación de la Constitución de Cádiz, momento en que el vocablo liberal se llenó de contenido político. Anteriormente, en el siglo XVII, lo podemos encontrar en su sentido ético en textos cervantinos o en el «Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias», donde aparece como sinónimo de prodigalidad o magnanimidad y se define como «el que graciosamente hace el bien a los menesterosos guardando el modo debido».
Pero no fue sino hasta el siglo XIX cuando el Estado de Derecho Liberal tuvo carta de naturaleza política, jurídica, social y económica. Si durante el Antiguo Régimen el ordenamiento jurídico había sido plural y heterogéneo –siendo las leyes y penas diferentes en función del estamento al que se perteneciera o la profesión que se ejerciera–, las revoluciones americana y francesa nos hicieron ciudadanos libres e iguales ante la Ley y suprimieron los derechos históricos o adquiridos. Las Cortes gaditanas vieron así nacer el liberalismo como ideología política fundamentada en que la soberanía reside en la nación y caracterizada por el imperio de la Ley, las garantías judiciales, la separación de poderes y la positivización de los derechos y libertades de los ciudadanos y, claro, entre ellos, el derecho a la propiedad privada desarrollada en un mercado libre. Por ello, digámoslo ya, si hay un binomio que define la esencia del liberalismo político éste es Liberalismo=Parlamenta- rismo, al tener su fundamento todas las características aquí recordadas en la soberanía nacional representada en el Parlamento.
Es bien sabido que mucho de lo normativizado en el siglo XIX tuvo consecuencias más aparentes que reales en la vida cotidiana de los ciudadanos de entonces, lo que motivó una reacción social dentro del liberalismo, que tuvo entre sus manifestaciones más notables el institucionismo gineriano. Cuando terminaba aquella centuria, la que conocemos como burguesía –esencialmente compuesta por aquellos que desarrollaban profesiones liberales; abogados fundamentalmente–, y no la nobleza o el clero, ostentaba ya el poder político y económico. Fue entonces, en las primeras décadas del siglo XX, cuando se asistió a lo mejor de la tradición liberal española. Aunque en lo político el sistema parlamentario liberal fue visto tras la I Guerra Mundial como un sistema débil e ineficaz –lo que se tradujo dentro de Europa en la conocida como «Era de las Dictaduras»–, liberales como Unamuno, Ortega y Gasset, Marañón –en lo intelectual– o Azaña y Fernando de los Ríos –en lo político–, imbuyeron al liberalismo de una fuerte aspiración de mejoras sociales que trajo consigo lo más valioso del espíritu reformista, que auspició la llegada de la II República (aunque muchas de aquellas reformas no fueron, ciertamente, aplicadas con el espíritu social-liberal que las había inspirado). Fue entonces cuando, entre otras cosas, la extensión universal y gratuita de la educación o de la atención sociosanitaria se convirtieron en una preocupación nacional, por citar los dos pilares que iban a fundamentar lo que conocemos como Estado de Bienestar, que vería la luz en la segunda mitad del siglo XX y que tiene una de sus fuentes originarias en aquel social-liberalismo de comienzos del siglo pasado.
De esta manera, el liberalismo –como sistema– sólo lograría superar aquella crisis de entreguerras con la victoria de las democracias sobre el totalitarismo nazi-fascista en la II Guerra Mundial. Más tarde, durante la Guerra Fría, alumbró el sistema político-económico del bloque Occidental, que vencería al otro totalitarismo del siglo XX: el comunista. Sin embargo, no deja de ser paradójico que tras su triunfo total, el sistema liberal haya entrado en una nueva crisis de la que aún no ha salido. Una de las causas que han originado el descrédito del liberalismo en las últimas décadas es el hecho de que se ha tendido a identificarlo con lo exclusivamente económico y, en ocasiones, con la desregulación masiva e irresponsable de los mercados, lo que, además de estar en el origen de la gravísima crisis económica que estamos sufriendo, ha generado que en el imaginario colectivo se tenga una idea peyorativa de lo liberal, asimilándolo a las peores prácticas del capitalismo financiero.
Es por tanto, hoy, doscientos años después de la promulgación de la Constitución de Cádiz, un buen momento para subrayar y reivindicar la mejor herencia histórica del liberalismo, término que la lengua española ha exportado al mundo. La que ensalzaba la ejemplaridad ética (severa y austera añadiría yo en esta coyuntura concreta) y que debemos reclamar los ciudadanos a nuestros representantes públicos. La que entronca con lo mejor del Parlamentarismo como altavoz de todas las aspiraciones y sensibilidades ciudadanas representadas por los diputados.
La que hace de la separación de poderes el fundamento del equilibrio del aparato del Estado y protege a los ciudadanos ante posibles abusos de poder por parte de las autoridades públicas, políticas o judiciales. La que defiende y fomenta las libertades y la iniciativa individual frente a la injerencia del Estado pero, a la vez y en aras del mejor espíritu liberal, protege y fomenta la igualdad de oportunidades con medidas comúnmente asociadas al Estado de Bienestar.
Dada la situación de extrema gravedad que atravesamos conviene también reivindicar hoy otro gran legado de nuestra historia política, y que fue el espíritu de consenso que alumbró la Transición. De la conjunción de ambas herencias, hemos disfrutado del período de mayor libertad y prosperidad de nuestra historia. Por eso, esta hora crítica puede propiciar una revisión profunda de nuestro sistema bajo un gran pacto de Estado que proteja la vida política y parlamentaria frente al notable deterioro que los ciudadanos percibimos en ella. Un pacto por la independencia judicial que evite el bochornoso espectáculo que traslada a la ciudadanía la certidumbre de un sistema judicial politizado. Un pacto que dote de bases sólidas a la estructura territorial del Estado –quizá federal, por qué no decirlo– en este momento en que se hace evidente la insostenibilidad del sistema autonómico de 1978. Un gran pacto, en fin, que nos dé estabilidad social ante las duras medidas económicas que ya se han adoptado y ante las que, presumiblemente, habrá que asumir en el futuro. Hoy, como ayer, es un buen momento para hacer realidad ese lugar común que dice que una crisis puede ser una oportunidad.
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