Nueva York
Los paraísos perdidos de Gauguin
El Museo Thyssen de Madrid repasa los años tahitianos del pintor en «Viaje a lo exótico» una muestra de 111 obras que reúne también lienzos de Matisse, Klee, Kandinsky y Nolde
Emprendió el viaje hacia lo éxotico para renovar la vieja pintura europea, impregnada de academicismos y devolverle el vigor que había perdido. Paul Gauguin albergaba el sueño de un viaje hacia tierras remotas, exóticas. Un proyecto antiguo que había imaginado junto a su amigo Vincet Van Gogh, pero que, finalmente, emprenderá él solo. El romanticismo ya había difundido un gusto por lo exótico. Pero el pintor quería, nunca mejor dicho, ir más lejos, traspasra la frontera de la mera escena, de una simple copia formal de unos tipos y unos lugares. Él no pretendía pintar indígenas, que ya se había hecho, sino que quería pintar como un indígena. Y ese impulso le empujó a viajar hasta Tahití y sumergirse en una cultura totalmente diferente, sin prever las consecuencias que su iniciativa tendría para el arte contemporáneo. «Cézanne –explica Paloma Alarcó, jefe de Conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen– inició un primitivismo formal que, junto al arte africano, conduciría a Picasso; Gauguin sería el padre de un primitivismo hedonista que daría más tarde el fauvismo y el expresionismo alemán».
El peso del pasado
Toda innovación presupone una ruptura con lo anterior. Gauguin arrastraba el bagaje de una vida entregada a la creación en Francia y con el recuerdo de la difícil relación amistosa que sostuvo con Van Gogh. Cuando desembarcó en estas islas del Pacífico, quedó impresionado por la naturaleza y su fuerza. «En este momento es cuando evoluciona hacia su máximo primitivismo. Desarrollada una mayor abstracción y unos colores antinaturales. El paisaje le influye muchísimo. Pretendía representar esa utopía». Esta última palabra es fundamental para comprender el intento quimérico de Paul Gauguin. Pretendía encontrar un lugar intacto, apartado de la influencia del viejo continente. Algo sin contaminar y que le permitiera abrir nuevos senderos que explorar al arte. Por eso, hay algo de inocencia, de horizonte intacto, pacífico, sin los tráfagos y tumultuosidades que ya refleja la pintura de sus contemporáneos. Es la aspiración a encontrar ese mundo puro después de haber caído en el pecado, de hallar, por fin, ese paraíso perdido. Ahora se puede contemplar lo que el pintor pretendía a través del óleo «Mata mua», de 1892, que conserva el Thyssen, y que se exhibe junto a «Matamoe» (1892), que proviene del Pushkin Museum y que es un alma gemela. La muestra, que reúne 111 cuadros de distintos artistas, exhibe obras como «Dos mujeres tahitianas» (1899), procedente del Metropolitan Musem de Nueva York y «Muchacha con abanico» (1902), que resultan extraordinarias, aparte de las xilografías que realizó.
Gauguin renovó con una nueva luz y una paleta diferente el legado pictórico que traía consigo. Pero la exposición, que enmarca el XX aniversario de la apertura de esta pinacoteca, abre el abanico para explorar la influencia del artista. La repercusión que tuvo su iniciativa en otros pintores que decidieron emprender sus pasos. Si en el pasado, el intelectual debía acometer la ruta del llamado «Grand Tour» para completar su formación, en el siglo XX debía hacer las maletas para seguir la ruta del sur. Henri Matisse, durante un periodo creativamente esteril de su vida, decidió seguir las huellas de Gauguin. Viajó a las islas siguiendo sus pasos, persiguiendo los escenarios que había habitado. El Thyssen aporta los dibujos resultantes que luego dejó Matisse. Fue uno de tantos. Ese mismo recorrido, pero en parajes y geografías distintas, también lo iniciaron Kandinsiky o Klee, que quedaron absolutamente deslumbrados por la luz del norte de África.
Fin de la utopía
Esa persecución del paraíso exótico, inocente, puro, acabaría poco después, cuando Europa quede despedazada por la guerra y el arte tenga que reinventarse a partir de la destrucción y el horror. Gauguin mismo volvería a Francia durante una temporada, como describe Alarcó. Una estancia accidentada en la que tendría que ser operado de una pierna. Esta intervención le dejaría secuelas y un dolor recurrente que repercutiría en su optimismo. Podría decirse que el cuadro comenzaba a craquelarse por el lado más insospechado: el personal, el íntimo. Eso, unido a la depresión que padecería posteriormente, abogaría al artista a un paulatino declive vital, al final de esa utopía que, probablemente, existía más en su consciencia de creador, que nacía del fondo de sus anhelos y esperanzas. Pero dejaría un legado que sus sucesores e imitadores usarían más adelante. En los años de ese retiro reflejó la realidad y rechazaría los cánones prescritos por lo pintoresco. Renovaría el retrato y el desnudo –a pesar de que partía de los modelos de las Venus tradicionales– y lo volvería más anticonvencional, más auténtico, más moderno, sin duda.
Dónde: Museo Thyssen . Paseo del Prado, 8. Madrid Cuándo: del 9 de octubre al 13 de enero. Cuánto: 10 euros.
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