Crítica de cine
Tombuctú la meta por Sergi SÁNCHEZ
Berlanga se despidió de nosotros hace diez años con una película que parecía una broma de mal gusto, vulgar y nihilista, descuidada a voluntad, dispersa como un niño travieso. «París-Tombuctú» (1999) era, en realidad, el último acto libertario, el pedo en la cara que ese niño con piel de anarquista, erotómano consumado y feliz forense de nuestra sociedad quiso firmar como testamento de toda una vida llevándole la contraria al cine español. Fue incomprendida, una falla monumental que, al ser consumida por el fuego, dejaba su amargura al descubierto. Conocemos la legendaria pereza de Berlanga, la que servía como pretexto para explicar su reticencia a cortar los movimientos de cámara y centrarse en los actores y su desplazamiento por el encuadre, pero menos la relevancia, por lo insólita, que esa predilección por el plano secuencia tenía en el contexto de un cine poco dado a las innovaciones.
Pocos cineastas patrios han sabido adaptar la trayectoria de la cámara a las necesidades expresivas de un protagonista coral como Berlanga. Aunque el título de algún filme («Plácido», 1961, «El verdugo», 1963) pue- da hacernos pensar que era un retratista en singular (sólo lo fue en «Tamaño natural», 1973, claustrofóbica cita a ciegas de un hombre con su deseo en forma de muñeca hinchable), sus objetos de estudio siempre se conjugaban en plural. Aún ahora resulta sorprendente que pudiera aguantar la cámara sin decidirse, como lo hacía Altman gracias al zoom, por nadie, como si fuera imposible jerarquizar la importancia de cada línea de diálogo, todas las voces atropellándose en la banda sonora. Quizá porque sus obras querían atra- par la voz de una sociedad, subrayando el idealismo un poco ingenuo de las clases populares («Bienvenido Mister Marshall», 1953), la perversidad del aparato ideológico del fascismo («El verdugo»), la ridiculez de las clases acomodadas en la Transición («La escopeta nacional», 1978, y sus dos secuelas) y la disolución moral de un mundo, el suyo, al borde del suicidio («París-Tombuctú»).
La secuencia de la ejecución de «El verdugo» debería convencer a quienes creen en el desaliño formal del cine de Berlanga como verdad absoluta. El ingenioso y expresivo uso del espacio, resaltando la patética posición de ese enterrador pluriempleado obligado a ejercer su oficio a regañadientes, la misma que ocupa el reo que se dispone a ejecutar, es ejemplar. No es extraño que le costara convencer a los productores de que necesitaba esa enorme nave para rodarla, ni que tuviera que ceder a los obstáculos que le pusieron para rodar la escena final de «Vivan los novios» (1969), una de sus cintas más subestimadas e implacables. Aunque con menos figurantes de los que deseaba, pudo terminarla con esa escalofriante imagen de los asistentes de un sepelio formando, desde una perspectiva cenital, una gigantesca araña. Ya por aquel entonces su cine se había vuelto negro, muy negro. Contaba que, a raíz de un artículo sobre su cine, los asistentes a un consejo de ministros empezaron a tacharle de comunista. Franco interrumpió con una declaración lapidaria: «No, no es comunista. Es mucho peor. Es un mal español». Entendió hasta qué punto la España de la dictadura suponía un campo abonado para el puñal envenenado de Berlanga, que se dedicó a sacrificar todas las vacas sagradas del franquismo: que si la apertura al capitalismo norteamericano («Bienvenido mister Marshall»), que si el fanatismo religioso («Los jueves, milagro», 1957), que si la condescendiente generosidad de los ricos («Plácido»), que si la pena de muerte («El verdugo»), que si la falsa liberación de la mujer («La boutique», 1967)... Era tan ácrata como Buñuel, con la excepción de que vivía en España y prefirió adaptar las enseñanzas del neorrealismo y la comedia populista italiana que las del surrealismo. De ahí que fuera molesto (pero necesario: no puedo dejar de preguntarme cómo la censura dio carta blanca a «El verdugo») buena parte de su carrera: ponía el dedo en la llaga con una sonrisa entre los labios, pisando los cadáveres de la sociedad sin temor a represalias. Quiso hacer lo que le viniera en gana hasta el final, y sólo a la luz del capricho de librepensador puede entenderse la idiosincrasia de su definitivo alter ego, el Piccoli de «París-Tombuctú», que se arrepiente de su instinto suicida cuando ve a un ciclista que se dirige a un paraíso perdido que todos acabaremos conociendo. Decía en su estreno: «Me considero un libertario y me gustaría terminar como libertino, pero aún no lo he logrado. Al final, como se destaca en mi última película, no llegamos nunca a Tombuctú, ese lugar que expresa nuestro deseo de huir de las trampas cotidianas». Ahora no cuesta imaginárselo allí, en Tombuctú, sin hacer nada y cachondeándose de todos nosotros.
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