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Reivindicación de la memoria

La Razón
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Los viejos autobuses disponían (y algunos aún sobreviven) de asientos de respeto para ancianos, embarazadas o minusválidos, pero no siempre pueden ser ocupados por los destinatarios. Fue de buena educación también, antes, dejar sentar a las señoras. Pero la urbanidad, que incluso se enseñaba en las escuelas, se va perdiendo como la costumbre que obligaba a dejar pasar siempre primero a las mujeres al llegar al dintel de una puerta. Algunas feministas consideraron tal acción como discriminatoria. Sin embargo, pese al cambio de formas y modales y los augurios de que se pierden formas o se transforman porque todo cambia, se mantiene un cierto respeto por el pasado reciente, un cierto culto a la memoria. La audiencia de las series televisivas ha demostrado que los españoles de hoy se interesan por conocer cómo vivieron las generaciones anteriores. Tal vez la historia no ocupe el lugar destacado de otros tiempos (aunque tampoco ha fallecido), pero se mantiene el interés por el pasado, aunque no se valoren como merecen las experiencias vividas por nuestros mayores. A comienzos del siglo XIX se puso de moda la Edad Media, recuperada por el Romanticismo, del que sobreviven algunos rasgos. Las novelas de Walter Scott idealizaron y falsearon las cortes medievales y recuperaron trovadores y damas. Pero ya hacia la mitad de aquel siglo la novela preferida fue la que trataba «costumbres contemporáneas». Los lectores –tan sólo una minoría era capaz de leer– preferían no alejarse en el tiempo y comparar su vida con la de sus antepasados más recientes o actuales. Los grandes novelistas de la Restauración eligieron el idilio rústico o la bulliciosa urbe. Fue cuando don Benito Pérez Galdós la emprendió con sus Episodios para novelar el siglo desde una perspectiva liberal.

Seguimos más o menos donde estábamos, aunque con una España bien diferente, pese a la crisis. La novela histórica sigue gozando, desde hace años, de excelente salud y en buena medida cabe preguntarse si este género literario multiforme atrae al público porque se inscribe en el tiempo. Hay historiadores «profesionales» que incluso la cultivan y novelistas, como Almudena Grandes, que experimentan en el espejo galdosiano o Javier Cercas que se adentra en el reportaje novelado para envolvernos en algunas de las claves del confuso 23 F. Por otra parte, todavía atrae la Edad Media en mayor medida que otras épocas no menos sugerentes, como el período de la Ilustración o la España imperial, cuando no se ponía el sol. En épocas anteriores nos deslumbró la historia clásica e incluso los modelos históricos grecolatinos servían de pauta. Se había convertido, entre nosotros, en un tópico no siempre verdadero la ausencia de un memorialismo hispánico semejante al francés, al alemán o al británico; pero desde la década de los setenta las librerías se han llenado de toda suerte de autobiografías de distintas calidades e intenciones. Alguna, vagamente novelada, como la de Jorge Semprún (toda su obra es, en realidad, un intento por ofrecernos fragmentos de su existencia) permite advertir los entusiasmos y las desdichas del pasado siglo. Desafortunadamente un cierto pudor vela determinados episodios de personajes que se entregan más a lo factual que a lo íntimo o se inclinan por la infancia y adolescencia frente a los períodos de mayor intensidad vital.

Pero me temo que el público no ha advertido todavía que una autobiografía o una biografía bien hecha (Ian Gibson nos ofrece buenas muestras de ello) puede resultar tan atractiva o aún más que una novela. Todo ello no se aparta del género histórico que está lejos de cualquier decadencia.

El cine, la televisión y otros medios recurren al atractivo que supone para el espectador contemplar cómo se vivieron determinadas circunstancias y cómo pueden ser interpretadas. No deja de ser un fenómeno significativo que la desigual bibliografía acumulada sobre la Guerra Civil española sea más voluminosa que la de la II Guerra y que todavía hoy alguna novedad sobre la misma ocupe las estanterías de las librerías. El hombre no ha perdido la conciencia de formar parte de lo que llamamos genéricamente la memoria histórica. Nuestra inteligencia nos lleva a observar el pasado, pretender conocerlo mejor y a sus protagonistas o a quienes creyeron serlo. Pese a las tormentas ideológicas, mantenemos por fortuna un cierto respeto por el pasado, aunque tal vez, a diferencia de otras naciones, no aprovechemos como se debe la experiencia acumulada por los supervivientes. No es necesario volver al «consejo de ancianos», pero lo vivido merece una consideración que Borges convirtió en materia narrativa.