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Rituales políticos

Los enfrentamientos enconados alejan al público de las gradas de un Congreso tenso, de una política próxima a la descomposición a la italiana 

La Razón
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En muy pocos días los ciudadanos de este país han podido comprobar el significado de la globalización, el papel de los medios, las movilizaciones ciudadanas preocupadas por íntimos sustratos sentimentales, la necesidad de integrarse en colectivos y manifestar satisfacción o protesta, la soledad del poder y los rituales a los que obliga una vida política democrática. Porque, poco antes de que una gran parte de la población derive a lo que se denomina período vacacional, se han acumulado una serie de acontecimientos de signo muy diverso y aparentemente contradictorios.En primer lugar, el triunfo del fútbol (o de una clase de fútbol, el bonito) consiguiendo nada menos que un Campeonato del Mundo. Su significado es global, incluso para los medios, en los que ha brillado la España de la modernidad, ajena a otros tópicos del pasado, porque no cabe nada tan actual y sentimentalmente ambiguo como el fútbol. Han sido «los de la roja» quienes han llevado hasta las primeras páginas de los periódicos y las televisiones la imagen de una juventud que hemos calificado de modesta, partidaria de lo colectivo frente a lo individual, ajena a los personalismos exagerados, profesional, segura de sí misma y feliz al lograr un éxito siempre impredecible: algo que contradice el pesimismo ambiental. Pero horas antes se producía en Barcelona una de las grandes manifestaciones postdemocráticas.En este caso, la movilización se debía, en la forma, a la sentencia del Tribunal Constitucional que modificó el Estatuto catalán, pero tras ello y algunas exageraciones independentistas que no debieran sorprender, figura un sentimiento colectivo que caracteriza cualquier nacionalismo.También, aunque en grado menor, se consiguieron lugares destacados en medios internacionales de comunicación. Pero las manifestaciones masivas pueden observarse también como parte de una fiesta, la necesidad de expresar en la calle determinados signos. Una manifestación no altera el devenir, aunque deban extraerse consecuencias a corto y largo plazo. Todo ello forma parte del ritual conocido, de lo que podría entenderse como liturgia política. Los partidos se aprestaron después a oficializar en el Congreso, a través del debate –otro ritual–, lo que ha venido en llamarse el estado de la nación, que oficializó Felipe González adaptando el modelo estadounidense. Todos sabíamos y sabemos lo que tales sucesos dan de sí y pueden anticiparse argumentos y posiciones.La figura de Rodríguez Zapatero en el púlpito de los oradores, según los comentaristas, con el rostro algo desmejorado, permitía revelar el drama asumido de la soledad del poder, semejante a la del portero de fútbol frente al delantero, tras el castigo del penalti. Puesto que vivimos glorias futbolísticas, la imagen puede resultar relevante. Pero, de hecho, trazadas las reglas de las intervenciones, con tiempos marcados e ideas expuestas con anterioridad, no es difícil anticipar frustrantes resultados. El problema de la política española se ha convertido en inquietante, porque a la grave crisis, al paro multitudinario, se le añaden más y más problemas, al tiempo que se prolonga una legislatura claramente diferenciada en dos partes. De aquel programa social, escorado a la izquierda del presidente, sólo resta una promesa de enmienda cuando haya finalizado la crisis o cuando Don Mercado o Alemania, convertida de nuevo en guía económica y política de Europa, autorice a variar la ruta que ha trazado con mano firme. Ésta carece de hitos sentimentales.A diferencia del juego de nuestra selección, inspirado en un Barça con raíces de un pasado holandés, la política y su oratoria y lo peor, el enconado debate, no responden a la fórmula que ilusionó al mundo entero: no es «juego bonito». Los zarpazos de nuestros políticos carecen de la elegancia del regateo. Saben que lo que demanda el público es unión, esfuerzo común, tareas compartidas, pero viven atentos a los procesos electorales que se avecinan o reiteran fórmulas que nos devuelven a un incómodo pasado. El «váyase señor González» fue una constante en los debates de Aznar que ahora Rajoy reitera. Nadie sabe si el presidente va a agotar o no la legislatura. Quedan temas pendientes incómodos a mitad camino de su resolución, que deberían solventarse con el idealismo del que carece la mayoría de los grupos de la Cámara. No son conscientes de que no representan el sentir mayoritario de un país angustiado, que percibe que los sacrificios que se le auguran deben ser compartidos, incluso por quienes dicen representarles. Ésta es una sociedad endeudada, sin estructuras industriales sólidas, con una limitada capacidad de exportación y una fuerza de trabajo exagerada que alimenta una economía sumergida. Pero está saliendo a flote con los sacrificios de los que menos tienen. Merecería otras ilusiones colectivas además de los éxitos de la selección. Alguien, en broma, ha propuesto que Del Bosque forme un Gobierno de jóvenes ilusionados con otra suerte de victoria. Los enfrentamientos enconados alejan al público de las gradas de un Congreso tenso, de una política próxima a la descomposición a la italiana. Se equivocan. Y deberían tenerlo ya muy claro.