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Parejas para armarla: el primer amor de Casanova
El aventurero, seductor y escritor vivió su primera decepción sentimental con una veneciana a la que jamás logró seducir.
El amor es una cosa de cercanías, de proximidades, de tenues aproximaciones, que prende en una conversación, en una confesión, en el descuido de un sinceramiento, en un cine, en el arrebato de un roce casual, una copa como de madrugada, o así. Casanova jamás creyó en las promesas de paraísos celestiales que no podía ver ni tocar. Lo suyo era una herejía de los sentidos. Una exaltación del aquí, del ya y el ahora. Fue un filósofo de lo superficial. Un librepensador del momento. Un espíritu devoto, existencialista, del «carpe diem» y de otros latines cesaraugusteos. Jamás rechazó un corazón por alto o humilde que resultara. Defendía una democratización de la carne. El credo pagano de que en el sexo, como en la muerte, todos somos iguales: el rey, el noble y el criado. Aprendió que el hábito de la verdadera humildad era una entrega incondicional al instante, sin exigencias posteriores. Todo su narcicismo no fue más que galantería y cortesía hacia el otro/la otra. Un brote de feminismo dieciochesco.
Bettina Gozzi, todos tenemos una Bettina Gozzi de pelo negro y rizado, le enseñó que el amor hay que pararlo antes de que derive en frustración, rabia o rutina. Ella tenía 16 años y él, 12. El primer deseo siempre es una cosa absurda, torpe, con más de infancia que de madurez o apasionamiento adolescente. Un intento. Un envite en el que siempre pierde la inocencia, que es justo el momento en que uno deja de ser niño y empieza a ser hombre.
Bettina era una de esas «serenissimas» venecianas. Debió ser el nombre de encabezamiento de esa lista de 131 amantes o por ahí –algunos la aproximan a 200–. Se quedó, sin embargo, en una lección apresurada de errores y otras fugacidades sin concretar. Casanova, hijo de comediantes, heredó de esa doncella de lo diario (en la cotidianeidad y la curiosidad está el entrampamiento) la farsa de la vida. Una noche, estos avatares suceden siempre entre sueños y duermevelas, Giacomó entró en el dormitorio de ella y la sorprendió con un rival, un chico de su misma edad. Un palurdo sin letras ni preparación. Él huyó sin gritar y Bettina enfermó, porque las mujeres elegantes enferman en estos trances. El odio trabó en amistad cuando ella casi fallece de una viruela circunstancial. Giacomo evitó que se rascara la quemazón de las heridas. El seductor empezó sus andadura salvando el rostro de esa muchacha. La belleza (la única fe que profesó) de esa chica a la que nunca logró seducir. A cambio recibió un presente valioso, algo inesperado que ayudará a su leyenda: que lo de los sentimientos hay que resolverlo de cualquier manera antes de que se vuelva impertinente, fragüe, se frustre o lo arrastre la muerte. O sea, sexo.
Vida de un hedonista
Todas sus conquistas resultaron enamoramientos apresurados. Lo que unos dilataban durante años en una apatía de rutinas, él lo resumía en una tarde, una mañana, en una «chaise longue» del salón con chimenea o una alcoba a medio cerrar, aprovechando una ausencia breve, un vacío marital. No es que no amara. Es que lo hacía demasiado rápido. Sus sentimientos eran de una combustión acelerada, como los pistones mal calibrados de un motor. Casanova reinvindicó el placer como antídoto para prevenir la caducidad de los amores prolongados y los sentimientos sin éxtasis, envejecidos, cansados. «Los que no aman la vida –aseguraba–, no la merecen». Casanova vivió como un hedonista, como un Sócrates consciente de la brevedad de todo, y murió como un verdadero cristiano: sin arrepentirse de su cuerpo ni de lo que recibió de él.
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