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Eutanasia industrial en Uruguay

Ayudaban a morir, querían evitar el sufrimiento de los pacientes... Pero sólo era un deshumanizado plan de exterminio de enfermos. Pueden llegar a doscientos. 

Eutanasia industrial en Uruguay
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La historia tiene todos los ingredientes para ser la trama central de un capítulo de la serie C.S.I. La acción transcurre en un pacífico país de bellas costas y la protagonizan dos enfermeros de pretendido espíritu piadoso que confiesan haber asesinado a varios pacientes mediante diversas inyecciones. En principio reconocieron a 16 de sus víctimas, pero los investigadores del caso creen que podría haber más de 200 muertos.

Uruguay, que allí transcurre la acción, sólo existe para el mundo de la información internacional gracias al fútbol: semifinalista en el último Mundial, actual Campeón de América, son nacidos allí Diego Forlán, Luis Suárez y Edinson Cavani, por nombrar algunas estrellas actuales. Pero en esta oportunidad la historia es tan macabra que algunos de sus habitantes, apelando al humor negro, aseguran que el país entró al mundo de los asesinos seriales por la puerta grande.

La última víctima de Marcelo Pereira fue Santa Gladys Lemos, una diabética de 74 años que estaba internada en un hospital público, el Maciel. «La señora tenía un déficit del lado derecho y estaba con una afasia de expresión. Ella decía que tenía 19 años», relató el homicida al juez Rolando Vomero. «Entonces le administré una ampolla de morfina, no con el fin de matarla sino con el fin de sedarla. La señora se deprimió e hizo un paro respiratorio. Yo sentí un ronquido. Después me fui a seguir la ronda, controlando a otros pacientes», concluyó fríamente.

Pereira, de 39 años, está casado y tiene dos hijos. Al declarar, aseguró que no recordaba cuántas veces había matado. Cuando le mostraron fotos de algunas personas cuyas muertes habían resultado dudosas, reconoció a cinco como víctimas suyas. «No necesariamente un paciente tiene que estar sufriendo para darle un sedante, muchas veces cuando llevan mucho tiempo internados y no tienen una resolución de vida, se sabe que los pacientes no van a tener una relación de vida (…). Si mi madre o mi padre estuvieran en una situación así yo hablaría con el médico para que la sedaran», se justificó. Luego agregó: «Mi error fue haberlo administrado sin autorización médica. No fue con el fin de matar a nadie». El enfermero dijo no recordar cuánto tiempo llevaba «ayudando a no sufrir» a sus pacientes. «No lo puedo precisar. Tal vez un año o un año y medio», declaró.

Sus compañeros aseguraron que Pereira es un individuo hosco, retraído, que nunca fue muy querido por el resto de los funcionarios. Ellos desconfiaban de él porque había comentado que en La Española, la mutualista privada donde también trabajaba, se mataba a determinado tipo de pacientes. Justo a los que tenían los mismos síntomas de los que morían en el Maciel.

«Lo que supuestamente administraba causa ronquidos, falta de aire y la bradicardia en el monitor», relató una enfermera del hospital. «Siempre era lo mismo y ocurría estando él solo en el sector del paciente», explicó. Según ella, las víctimas eran enfermos que requerían mucha atención, daban «mucho trabajo».

Ricos y pobres

Otra enfermera fue testigo de la muerte de Santa Gladys. Pereira la llamó para que le tomara la presión a la paciente. Como estaba muy baja, ella le indicó que llamara a un médico y siguió su ronda. Luego escuchó ronquidos, miró hacia donde había dejado a su compañero con la paciente y estaba oscuro: él había apagado la luz. Rato después la encendió y dijo que la mujer había hecho un paro respiratorio.

Cuando detuvieron a Pereira le encontraron un bolso con varios fármacos y ampollas de morfina. También tenía un teléfono celular, en el que había muchos mensajes. Uno era de otra enfermera, Adriana Acosta, y tenía fecha de diciembre pasado. En él hacía referencia a otro individuo, Ariel Acevedo, quien le había suministrado una medicación a un paciente que minutos después murió. Acosta y Acevedo también eran funcionarios de La Española, institución donde coincidían los tres.

Acevedo reconoció haber asesinado a varios pacientes aplicándoles inyecciones de aire. «No eran (elegidos) al azar. Se trataba de pacientes en etapa terminal que sufrían ellos y su familia», narró en el juzgado. «Me aproximaba al paciente y con una jeringa de 20 centímetros le inoculaba los 20 centímetros de aire», describió. Él tampoco recuerda a cuánta gente asesinó: «No es una cosa para llevar la cuenta». Igual que Pereira, fue impreciso sobre el tiempo que llevaba haciéndolo: «Un par de años puede ser».

Acevedo se justificó invocando buenas intenciones, asegurando tener una suerte de voluntad irrefrenable para evitar que otros lo pasen mal. «Llega un momento que no se puede tolerar tanto sufrimiento (…). Tomé la decisión de hacer que la gente dejara de sufrir, pero pasó tanto tiempo y veía que eso se continuaba y se continuaba… Reitero, mi intención no era parar la vida, sino permitir descansar», señaló.

El juez Vomero condenó a prisión a los tres. A Pereira por cinco delitos de homicidio especialmente agravado, a Acevedo por once y a la enfermera Acosta por cómplice, al encubrir uno de los asesinatos. En el auto de procesamiento señaló: «Las pruebas permiten deducir, sin esfuerzo, la intención de matar».

Las muertes no llamaron la atención en La Española, un proveedor de salud privado que trabaja con un público de clase media y media alta. El motivo es simple: los asesinos trabajaban en la Unidad Neuroquirúrgica de la institución, un área donde la probabilidad de muerte es alta. Distinta fue la situación en el Maciel.

Allí los homicidios se cometieron en la Unidad Cardiológica, donde el porcentaje de pacientes que mueren es pequeño. La población que se atiende en ese lugar es de bajos recursos, en algunos casos son indigentes sin familiares que se preocupen por su destino. Tal vez por eso las sospechas no nacieron de los usuarios sino de una enfermera que denunció la situación a las autoridades del hospital. Éstas iniciaron una investigación que avanzaba muy lentamente cuando la mujer realizó la denuncia a Interpol. El lunes 12 de marzo, tras la muerte de Santa Gladys Lemos, la enfermera entró al box donde ella estaba internada y encontró una jeringa con restos de sangre. Al instante llamó a los investigadores: «Mató de nuevo; tengo la jeringa», avisó. Tres días después, Marcelo Pereira fue detenido y gracias a su celular cayó el otro homicida.

No hay arrepentimiento

El año pasado, el psicólogo Jorge Bafico publicó «Los perros me hablan», un libro donde analiza los perfiles de ocho famosos asesinos seriales estadounidenses. En referencia al caso de los enfermeros uruguayos, explicó: «El término "asesino serial"no es médico, surge de la criminología y denomina a alguien que en determinado lapso de tiempo mata tres personas o más, por lo menos con un día de intervalo entre las muertes, ya que el sujeto tiene que tener tiempo de pensar», señaló. Para Bafico, la definición cae como anillo al dedo a los enfermeros uruguayos. «Acá no hay dudas: sabían lo que hacían, esperaban el momento», sentenció.

Según este psicólogo, estos individuos no son rescatables para la sociedad: «La historia dice que no. Hablamos de psicosis muy grave y los perversos o psicopáticos como Hannibal Lecter, para dar un ejemplo popularmente conocido, no quieren cambiar. Para el cambio, primero tiene que haber arrepentimiento, angustia. Y estos individuos generalmente no lo tienen», comentó Bafico.

Las declaraciones que se han conocido de los enfermeros son muy escasas, por lo que el psicólogo prefiere no arriesgar a trazar un perfil de los asesinos. Sin embargo, asegura que le alcanza con lo poco que se sabe para descartar de plano que la motivación de los homicidios haya sido aliviar el sufrimiento de los pacientes. «El ministro dijo que había competencia entre ellos, eso marca muchas cosas. Por ejemplo, que si hay competencia no es un tema de piedad», consideró.