Catolicismo
Tarea de reconstrucción
Estamos viviendo en un mundo que necesita reconstrucción: se viene abajo, se desmorona. A veces nuestra sociedad se asemeja a un edificio que necesita ser apuntalado, o mejor, reconstruido. Muchos viven como a la intemperie, como tras una especie de desplome, expuestos a cualquier riesgo si no llevamos a cabo una honda reconstrucción. Esta misma imagen quizá también podría ser aplicada a la realidad de comunidades cristianas que viven, en situación de desplome. No caben ni son suficientes meros apuntalamientos, que siempre serán pasajeros y de no poco riesgo; se necesita, en verdad, reconstrucción, reedificación desde el mismo cimiento ya puesto: Cristo, la base o piedra angular que se nos ha dado, pero los edificadores de este mundo, no pocos responsables de su marcha y edificación pretenden eliminarla. Precisamos, en primer lugar, de la firme convicción de que existe este desplome, que es real, y, consecuentemente, de la necesidad urgente y apremiante de una nueva y sólida edificación sobre cimiento firme. Es cierto que si no es Dios quien edifica, y lo hace sobre esta base o cimiento, en vano nos cansaremos y trataremos de edificar.
Esta convicción es fundamental en la Iglesia, para que nos aprestemos a evangelizar de nuevo, que es, de alguna manera, edificar la nueva sociedad y la Iglesia del presente y del futuro según Dios y con Él. La Iglesia se siente urgida, no por razones de supervivencia estratégica, sino por amor y servicio a los hombres, a evangelizar, a reconstruir y edificar sobre la roca firme de la Palabra que es Cristo. La caridad de Cristo urge hoy a los cristianos y nos apremia a que nos consagremos a esta apasionante labor; que entreguemos a los hombres lo mejor que les puede suceder: la buena noticia de que Dios los ama y pone en nosotros su amor que lo cambia todo.
Cristo miró a aquella muchedumbre que le seguía, antes de saciarla con los panes, y sintió lástima; tuvo compasión de la muchedumbre que andaba como ovejas sin pastor; vio Jerusalén y lloró; se acercó a la viuda de Naím, y se apiadé; miró a la mujer sorprendida en adulterio, y no la condenó; con afecto y cariño miró también al joven rico de corazón bueno, y a Pedro, que le había negado, sin reprocharle nada; miraba con entrañas de amor y solitud el amplio mundo, heredad de Dios, necesitado de braceros para trabajar por él. Así también hemos de mirar el mundo de hoy: para traerle salvación, luz, esperanza, sanación, reconciliación, la alegría de un nuevo futuro, lleno de fecundidad y de consuelo. Como decía el Papa Juan Pablo II –cuya muerte recordamos el pasado sábado, y cuya beatificación, el próximo mes, esperamos anhelantes–, no lo dudemos: «Nos espera una apasionante tarea de renacimiento. Una obra que implica a todos»: evangelizar; de nuevo evangelizar; como en los primeros tiempos. Es en verdad apasionante mostrar la verdad y el rostro de Dios, que es Amor, en nuestros días; es apasionante, sin duda alguna –lo digo por experiencia real y vivida– poder hablar de Jesucristo a nuestros contemporáneos, ofrecérselo, e invitarlos a que compartan el gozo y el inmenso don de la fe. Nada se le puede comparar a esto.
Es apasionante llevar el Evangelio, sin ningún complejo ni miedo, con firmes certezas, con plena libertad y valentía, con la alegría que viene de Dios y el gozo de la dicha que encierra el tesoro del Evangelio, con las razones para esperar que éste sustenta, capaces de responder a las explicaciones que hoy -con razón- se nos piden.
Ha llegado la hora sin demora, como servicio a la humanidad de este tiempo, que, en las precisas circunstancias actuales, los cristianos, sin echarse atrás y sin retirarse, muestren, ofrezcan a Jesucristo en toda su verdad, como camino y vida; obedeciendo a Dios antes que a los hombres, a la cultura o a los poderes de este mundo. Sabiendo, además, que navegamos contracorriente, que estamos en el «mar proceloso» de nuestro tiempo, sacudidos por tantas cosas, por olas de modas, poderes culturales que presionan, por tantos vientos, a veces tan adversos, que parecen confundirnos y llevarnos sin rumbo, al retortero. Sin olvidar, ni dudar nunca, que el Señor navega con los que le siguen, sin bajarse de la frágil barca de Pedro, y que Él, en medio de la noche, ya en la alborada de un nuevo día, viene hoy a nuestro encuentro caminando sobre las «aguas agitadas», agarrándonos de la mano para que no nos hundamos, y, salvados, seamos conducidos al buen puerto con los vientos y las aguas sosegadas. Sabiendo, por experiencia y testimonio propio, con toda certeza y firmeza, que es Él mismo, en persona, el que nació de María, colgó de la cruz y vive; no un fantasma, no una idea, no nuestras imaginaciones y quimeras, no nuestras proyecciones u opiniones, no una ideología más: «El mismo ayer, hoy y siempre», que nos sostiene y nos salva. Para evangelizar es preciso vivir de esta certeza y estar dispuesto a dar la vida por ella. Es la certeza de la fe, más firme que cualquier otra. La perplejidad y la duda corroen y atemorizan; el relativismo hunde en el abismo y destruye; algunas opiniones e interpretaciones de la fe impiden acercarse a la persona de Cristo, apartan de su realidad, hacen imposible evangelizar. Y sin evangelización no hay futuro.
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