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La bufanda del Titanic por José Luis Alvite

La Razón
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Si se cumplen las previsiones conmemorativas, al recordarse el hundimiento del «Titanic», el próximo será en cierto modo un año pesimista. La conmemoración de lo amargo suele servir de entretenimiento en los momentos ambiguos de la Historia, cuando la Humanidad no sabe muy bien qué rumbo tomar y encuentra cierto alivio en el recuerdo de episodios que fueron trágicos. No importa que se trate de acontecimientos lejanos, a veces incluso remotos. De las inquietantes desgracias de hoy nos libera el recuerdo de las hecatombes que conmemoramos con la relativa sensación de que nos sirven para conjurar las preocupaciones de la actualidad. Es como si el «Titanic» acabase de embestir contra aquel iceberg y cientos de cadáveres flotasen aún sobre las aguas calmosas y frías al sur de Terranova mientras el buque se hunde con las luces prendidas y la orquesta toca con seráfica serenidad una partitura teológica en la popa del buque. Hay en las conmemoraciones un cierto prodigio analgésico que hace soportable, incluso amena, la peor tragedia. Al mismo tiempo, la evocación del naufragio nos permite tener una referencia real de que hubo tiempos peores, días en los que el hundimiento del «Titanic» creemos ahora que presagiaba los años inminentes y horribles de la Gran Guerra. Vi de niño muy abrigado la película que narraba «La última noche del Titanic» y salí del cine sobrecogido por la historia y admirado por la entereza de aquellos marinos ingleses que se conducían con la misma serenidad que si al sur de Terranova el Atlántico fuese un poco de consomé flotando en un agua de madera. Desde entonces, en el presentimiento social del naufragio en realidad sólo ha cambiado el precio de las bufandas.