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Onassis y Maria Callas tragedia griega

La vida de la soprano, un mito para la posteridad, fue un drama operístico sin lo importante: el compositor

Callas, con su primer marido, Giovanbattista Meneghini, y su futuro esposo, Aristóteles Onassis
Callas, con su primer marido, Giovanbattista Meneghini, y su futuro esposo, Aristóteles Onassislarazon

Callas dejó de ser Callas y volvió a ser de nuevo Maria, la mujer que temía morir en la pobreza, la noche –casi siempre hay una noche para todo–, que descubrió que no podía cantar «Norma», su «Norma». Sucedió en mayo, pero del 65, en L'Opera, París –en su biografía, cada capítulo está corroborado o falseado por una fecha, por un dato–. Onassis, su amante, ese Odiseo de los negocios y el cambalache que John Fitzgerald Kennedy definió como «pirata internacional», se lo pagó con un comentario a la altura de su elegancia multimillonaria, de su delicadeza de naviero: «¿Quién eres tú? ¡Nada! Tienes un silbato en la garganta que no funciona». Con él nació eso que se llamaría después «jet set», una cosa que se estimaba mucho en los noventa. El dinero siempre quita los complejos, sobre todo a los que han nacido de la nada, y Onassis no tenía el menor pudor en reconocer su ignorancia en eso de la ópera: «A mí me suena como a un montón de cocineros italianos gritándose recetas de rissotto». Lo suyo fue un romance desigual, con un hijo común que nació muerto y que marcó el carácter de ella hasta lo interpretativo, porque en ocasiones, lo más privado de Callas era la escena, el único espacio en el que pudo expresar lo que sentía. Ella se lo entregó todo, incluso la carrera profesional, que ya flaqueaba por una voz castigada. Se había deterioridado el diafragma durante su juventud al cantar «óperas fuertes», como explicó alguien por ahí. La «tigresa» que temblaba cada vez que salía al escenario; la «diva» que levantaba ovaciones y abucheos se quedaba sin voz, que era como quedarse sin talento, sin público, sin admiradores, sin nada. Wally Toscanini, que algo familiarizada estaba con la música, confesó conmocionada la impresión que le causó: «Podías ver cómo la sangre le salía de las cuerdas vocales». A Callas, «la Callas», la conocen hasta los que no saben nada de ópera. En eso se nota que es un mito, y no un nombre de paso, ahora que los mitos están algo de capa caída. Han sido sustituidos por eso de los fenómenos, como Belén Esteban, que no son más que cuotas de pantalla. Si Callas hubiera nacido en el diecinueve, contaría ya con su propio libreto, pero ya no existen Verdis y se ha tenido que contentar con un texto teatral y poco más. No fue sólo «la gran trágica del siglo XX», como la definió Visconti, sino una gran tragedia operística a la que le faltó lo importante, el compositor. Sigue siendo la «prima donna» del escándalo, el aplauso y la admiración. El cuento de «El patito feo», la soprano con sobrepeso que se convirtió en cisne. La cantante supuso un antes y un después en la ópera. Onassis la quiso por el «glamour» y luego por algo más, aunque la abandonó por Jackie Kennedy, que era más presidencial y lucía más a la hora de cerrar negocios.


La fecha: 1957
Callas adelgazó treinta kilos gracias a un remedio expeditivo, quizá algo exagerado, pero que salió resultón: la ingesta de una solitaria en 1957. Pasó de una mujer acomplejada al referente femenino de moda. Encontró en Onassis al primer hombre que la quería y la hacía sentir como una mujer, después de un marido que la trató como si fuera su padre. Él la abandonó más tarde para casarse con Jacqueline Kennedy, que no era más que una viuda derrochona y sin apenas dinero por entonces. El naviero no tardó en arrepentirse y volver con el que fue su amor. Cuando murió, dicen que lo único que se llevó Onassis al hospital fue la manta de Hermés que Callas le regaló.