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Humillaciones por Andrés ABERASTURI
Cada diciembre me pasan revista general y me someto, entre el temor y la esperanza, a toda clase de humillaciones: compro en la farmacia el tarrito para el pis, me expongo a un tacto rectal rutinario, sí, pero tacto rectal, me convierte mi doctor Farré en una especie de ciborg lleno de ventosas pegadas al cuerpo mientras algo parecido a un MP-3 guarda cada latido de mi corazón durante 24 horas… y lo peor de todo: me someten a un test de esfuerzo que consiste en eso, en forzar ese músculo supremo e independiente que es el corazón hasta extremos verdaderamente insospechados. Uno ve hacer estas cosas a los jugadores que ficha el Real Madrid (el test, no el tacto) y da gloria contemplarles.
Pero claro, llegas tú (en ayunas para más guasa) y la cinta empieza a rodar y cuando aún no ha pasado un minuto, ya insinúas que casi mejor dejarlo; a los dos minutos la cinta ha pillado una velocidad desconocida para un tipo que como yo prefiere perder el Ave antes que perder la credibilidad corriendo por una andén. Pides que por favor se pare; pero no sólo no se para sino que se pone ¡cuesta arriba! mientras la doctora te anima diciendo que aún no has llegado al mínimo necesario para que la prueba sea válida. Suplicas, te arrastras, preguntas con un hilo de voz si ya te va a dar el infarto, juras por tu madre que no puedes más y cuando ya sostienes el corazón con los dientes, la cosa ase ralentiza hasta pararse. Bendita medicina: lo que hay que sufrir para que te digan que aún vas a seguir un rato vivo… aunque nada nunca es seguro.
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