Bilbao
Oda al pelo
No hay nada peor que un pelo ajeno. Bueno, sí, un pelo ajeno en ducha propia. En «Cronopios y Famas», Cortázar glosa el viaje de un pelo por los conductos y cañerías de la ciudad. Pocas veces he leído nada más asqueroso. Encontrar un cabello de otro en el desagüe y no abominar del género humano es prueba cierta de que amas con locura. Madrid ha sido esta semana una ciudad del amor, llena de pelos en bañera ajena, plena de cruces pilosos. Lo saben las monjas que han prestado sus conventos, los padres y madres que han tenido diez colchones de peregrinos en el pasillo, los curas que han abierto sus parroquias.
Con el hirsutismo mezclado de esta semana se podría construir un yeti gigantesco, que ensombrecería el perrito del Guggenheim de Bilbao. El ejemplo extremo de amor lo ha constituido la siguiente combinación: acogida de peregrino más acampada al raso en Cuatro Vientos. Había que ver ese inmenso páramo castellano cuajado de sacos de dormir, mantas y bidones de agua. Uff. Si hay algo que detesto, son los campings. En pleno siglo XXI, hay algo muy profundo que mueve corazones y traseros calientes, arropados en casas cómodas, a tolerar toda esta dificultad, este desasosiego nocturno, esta promiscuidad. Ciertamente, uno no hace esto por una devoción maniática. Ni por histerismo de masas. Ni por el seguimiento de un líder. Una, al menos, sólo hace esto –se lo juro– por Dios bendito y por su amor. Sólo así se explica tanta felicidad de domingo por la mañana tras una noche atroz y una semana de sol y pelos.
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