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Rocío Webster (y V)

La primera vez que llegó a mis oídos el rumor de que Rocío González pensaba marcharse del Savoy, me vino a la cabeza el consejo que Ernie Loquasto le dio a un tipo al que su chica se proponía abandonar: «Nada de frases, amigo. No se te ocurra ponerte tierno, ni que parezca que romperás a llorar por ella. Cómprale para casa regalos grandes, hijo, muebles, enseres, ropa que abulte. ¿Sabes que te digo, muchacho?, esa chica no se quedará a tu lado por compasión, sino porque tu generosidad le haya encarecido la mudanza». El mío fue un pensamiento estúpido. Aunque no la conozca en profundidad, sé que sus decisiones no dependen de lo que deja atrás, sino de lo que le espera por delante. Me consta que Rocío siempre tuvo el corazón bien separado del bolsillo. Yo sé que si ella se sube al tren, pensando en estar a su lado lo mejor sería que me adelantase a esperarla en el andén de la estación en la que pensase apearse. Por otra parte, ¿quién soy yo para ella? ¿Cuál es el lugar que ocupo entre los muchos rostros que acaso recuerden grosso modo sus ojos? ¿Cómo puedo temer por la pérdida de algo que en realidad nunca fue mío? He conocido a muchas mujeres de madrugada en el Savoy y es obvio que Rocío no se parece a ninguna. No es arrogante, lo sé, y sin embargo cuantas veces la invité a cenar en mi mesa, hizo que me sintiese como si por haberla convidado estuviese en deuda con ella. Jamás le confesé sentir algo profundo, no porque en realidad no lo sintiese, sino, lisa y llanamente, porque supuse que con la rutina de un acomodador de cine me pondría a la cola de las peticiones y que llegado el momento de dirimir la suerte, yo me habría perdido en el fondo anónimo y proceloso de la infinita pedrea de sus admiradores, en la grasienta sentina de mi propio naufragio. Por eso pensé que lo mejor sería morderme la lengua y renunciar a ella. El rumor de que hace preparativos para marcharse del Savoy me crea angustia, lo reconozco, pero, ¡demonios!, creo que lo mejor será fingir que nada de lo suyo me afecta. Y confiar en que cuando se suba a ese tren, los muchachos no noten siquiera que esa noche me cuesta seguir las conversaciones, volver del baño y tragar saliva. Puede que ese rumor sea cierto y que Rocío se marche del Savoy sin que yo me atreva siquiera a remediarlo. Fingiré no sentirme herido. Mantendré la compostura, aunque para mis adentros lamente de veras la ausencia de esa chica andaluza en cuyas elegantes pisadas de carey me consta que en las noches del Savoy entraba Dios de polizón al tocador de señoras… (Feliz cumpleaños, Rocío González).
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