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Posmodernidad por Lluís Fernández

La Razón
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Si para el artista posmoderno la modernidad es una antigualla, para el pintor a la antigua usanza es un fraude. Éste sería el fondo de la polémica que ha estallado en el Reino Unido debido a las palabras de David Hockney contra el farsante del arte por antonomasia: Damien Hirst. A Hockney, un grandísimo pintor y estudioso del arte, le molesta que los pintores utilicen operarios para realizar sus instalaciones de objetos, animales o cosas flotando en formol o repujadas de joyas. En «El conocimiento secreto» mantiene la tesis de que ya en el siglo XV los artistas del norte de Europa utilizaban lentes para crear proyecciones para componer sus cuadros. Este estudio ponía en entredicho la idea del genio al recurrir a la óptica.

Hoy se ha vuelto a un remedo del taller del pintor medieval, donde «negros» realizan las ideas del artista plástico. Incluso se utilizan fotógrafos como curritos para realizar las fotocomposiciones imaginadas por el artista, como quien dirige a un operario. El primero en crear una factoría de serigrafías y filmes fue Warhol, que realizaban los machacas bajo su supervisión. Unos de estos curritos inundó el mundo con «wárholes» falsos, tan idénticos que sólo se diferenciaban en el cuño seco del artista. En los 90, Mark Kostabi montó una franquicia de fabricación de cuadros con decenas de operarios y Hirst creó una fábrica de arte con 300 empleados. Es normal que Hockney, uno de los pintores más grandes del siglo XX, menosprecie a los artistas-mercancía que convierten el arte en «merchandising» friqui. Son estrellas que confeccionan productos altamente valorados por galeristas, críticos y directores de museos, y tomados a chacota por las masas incultas y los pocos que los consideran fea basura contemporánea, porque ni la belleza ni la originalidad, ni el arte entran en sus planes, sólo el negocio del espectáculo.