Novela

Las riendas de la luz

La Razón
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Una de las muchas veces que no estuve en Niza, lo hice invitado a las afueras de la ciudad en casa de una veterana escritora inglesa que atizaba con el aliento de un galgo el fuego de la chimenea. Desandando con la imaginación su porte y su belleza, no tuve duda alguna cuando me aseguró que había sido una de las mujeres más hermosas de cuantas pasaban largas temporadas «moviendo el mundo con un abanico» desde una mecedora en la Costa Azul. «El mundo es ahora más pequeño, querido. Yo miro cada día al fondo, sobre el mar, y puedo asegurarte que nunca como ahora estuvo tan cerca el horizonte», me dijo. Una de aquellas tardes me enseñó fotos, una de ellas tomada mientras paseaba distraídamente con la ex emperatriz Soraya por una playa que «no se sabía muy bien si era sémola, vaho o tiza fucsia sobre un palmo de vainilla». Mi anfitriona había estado casada con un hombre veintitantos años mayor que ella, «un tipo culto y adinerado, inquieto pero templado, que sólo perdía la calma por el inefable placer de recobrarla». Por lo que me dijo ella, eran otros tiempos, «días de estupor y elegancia, pocos años después de una guerra larga y demoledora que a Europa le sirvió para darse cuenta de que la violencia es una imperdonable pérdida de la compostura, y también para comprender que la artillería produce efectos más convulsos, pero también más quirúrgicos, que cualquier ideología». Le pregunté en qué momento creía ella que había empezado la decadencia de aquel mundo elegante en el que, según dijo, «incluso eran de piqué el agua de los estanques y el fuego de las chimeneas». Y me dijo mi anfitriona: «Fueron las prisas, querido. Fíjate en las muchachas que bajan ahora en verano a la playa. No son como Soraya, como Jackie Kennedy, como Grace Kelly, ni siquiera son como era Ira de Fürsternberg. Aquellas eran mujeres elegantes, gente que veraneaba sin calor y sin ansias, con los ademanes siempre más pequeños que las manos, maravillosas mujeres con alma de entretiempo que si se quitasen la ropa tendrían una delicada desnudez de manga larga. Alguien dirá que aquellas mujeres pertenecían a una fría aristocracia sin ingles y sin pasiones. ¡Bobadas querido! Sé de qué hablo. Estuve con ellas en sus fiestas, en sus exilios y en sus sepelios. Eran discretas. Tenían sus historias, sus perversiones y sus vicios, pero eran gente exquisita y contenida. Sus vidas las contarían después de muertas sus biógrafos, no a la semana siguiente cualquier mediocre reportero en «Newsweek». Mi anfitriona me despidió al atardecer en lo alto de la leve escalinata de su casa al borde de la playa. Y en las ventanas asomaron, sugerentes y amarillas, como pinceladas de Renoir, las riendas de la luz.