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Un nombre

La Razón
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Cual elefante en una cacharrería entró el gilismo en el Atlético en 1987. Con el difunto don Jesús llegó Paulo Futre, la baza electoral, y, de inmediato, la derrota ante la Real Sociedad en aquella final de Copa de La Romareda. Ilusión y desengaño al cincuenta por ciento; con el paso de los años, lo segundo ha invadido el terreno de lo primero y no hay temporada en que el Calderón no se subleve contra la directiva, el entrenador y los «futbolistas mercenarios». Es el signo rojiblanco; la convulsión instalada en las entrañas y el agravio permanente a una afición que, no por desencantada, deja de alentar al equipo e ilusionarse cada primero de septiembre con el siguiente proyecto. Con el hormigón por fraguar, surgen los primeros chascos y a raíz de ellos, la hecatombe. Lo de siempre. El equipo, sin identidad, sin Torres, Agüero o De Gea a quien agarrarse, transmite malas vibraciones y el sufridor rojiblanco, harto de escuchar la misma canción cada temporada, protesta, mas no sucumbe. No entiende el traspaso de Heitinga si no hay lateral derecho, el cambio de Juanfran por Simao, por qué se vendió a Forlán por cinco millones, por qué se venderá a Reyes por 3,5 y por qué la operación de ambos equivale a lo que costó precisamente Juanfran, que no tiene la culpa. Para pagar fichas hay que vender. La crisis del Atlético empezó en el 87. El club sobrevive en una miseria inconcebible por una gestión lamentable. Busca un técnico «con nombre» –Benítez no quiere–, un paraguas descomunal y barato; pero le seguirán faltando dos dedos de frente en el despacho.