La Razón del Domingo

Un gigante hacia los altares

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Cuando todavía continúa vivo el grito «santo súbito» (santo ya) que miles de personas corearon el 8 de abril de 2005 durante su funeral, Juan Pablo II se convertirá hoy en el décimo Sumo Pontífice beato que proclama la Iglesia católica en sus 2011 años de existencia. La trascendencia y la dimensión excepcional de la figura y la obra de Karol Wojtyla han convertido el acontecimiento en un hecho histórico sin precedentes y no sólo porque el proceso que le elevará a la gloria de los altares haya sido uno de los más rápidos –será beato seis años y un mes después de su muerte–, sino porque en los últimos diez siglos de la Iglesia ningún Papa proclamó beato a su predecesor, como ocurrirá hoy. El milagro que lleva al Papa Wojtyla a los altares es la curación, inexplicable para la ciencia, de la monja francesa Marie Simon Pierre, de 51 años, que padecía Párkinson desde 2001, la misma enfermedad que tuvo Juan Pablo II. Varios meses después del fallecimiento de Su Santidad, la monja que le rezaba continuamente sanó.

El Pontificado de Juan Pablo II tuvo una dimensión colosal en la vida interna de la Iglesia y en la influencia y presencia internacionales de lo católico en unos tiempos convulsos de decisivas metamorfosis políticas y sociales en el planeta. Sus 27 años al frente de la Iglesia, el tercer periodo más largo de la historia, fueron casi tres décadas de compromiso con la verdad, la fe, la justicia social y la causa de los pobres desde la silla de Pedro. Si para la Iglesia y los creyentes era unánime y universal el convencimiento de la santidad del Papa polaco, la humanidad supo reconocer también el coraje y el compromiso de este hombre excepcional contra los grandes enemigos de la libertad: las dictaduras y el terrorismo. Con su cayado y su voz, Juan Pablo II doblegó el Muro de la vergüenza y entendió y sintió en carne propia como pocos las atrocidades nazis, el infierno comunista y el zarpazo terrorista.

El Papa polaco dio un impulso magnífico a la doctrina social de la Iglesia, con una renovación en sus fundamentos teológicos y una revitalización en sus planteamientos de justicia. En sus extraordinarias encíclicas sociales brillan la solidaridad con los marginados, la defensa de la dignidad del trabajador y la denuncia del capitalismo salvaje. Su radical entrega al hombre como hijo de Dios le llevó a defender la vida por encima de otras consideraciones, lo que implicó la condena tajante del aborto y la eutanasia. Defendió también el mensaje del Evangelio como la vía más segura hacia el ecumenismo y el acercamiento a otras religiones, entendido desde el respeto mutuo. La autoridad mundial del Papa viajero –realizó 104 viajes y visitó 130 países– partió de que se mantuvo firme e indoblegable ante intereses particulares ni de ideologías ni de países ni de grupos de presión. Sólo tomó partido por el hombre desde una total entrega a él.

Para España, Juan Pablo II fue un Papa querido como ningún otro por los católicos. En sus cinco desplazamientos a nuestro país, demostró que siempre estuvo cerca del corazón de la gente y que sintió profundamente sus tristezas y celebró sus alegrías. Hoy, un gigante se alza a los altares, un gigante que dejó al mundo la huella imborrable de las sandalias del pescador.