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Austrohúngaro

La Razón
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Los días de Año Nuevo nunca se pierdan la clásica retransmisión televisiva del concierto matinal desde Viena. En los últimos años, el evento tenía un nivel técnico tan soberbio que, si uno atesoraba la paciencia suficiente para esperar que primero un montón de nórdicos se despeñaran con esquís, sus sentidos se veían recompensados. Durante mucho tiempo, debido al enorme éxito de los valses y vodeviles vieneses, los artistas que emergieron de esa parte de Centroeuropa fueron connotados como representantes de cierta chabacanería popular burguesa.

La verdad es que, técnicamente, de Viena salieron a principios del siglo pasado algunas de las mentes más privilegiadas, con más talento y más innovadoras en arte y pensamiento. Strauss, sin ir más lejos, no fue únicamente el nombre de una simple fábrica de valses (algunos de ellos muy geniales, por cierto) sino también el de un señor sensible y avanzado que incluso decidió estrenar una de sus obras inéditas en Barcelona. Se trata de la «mitteleuropa» de la que tanto y tan nostálgicamente ha gustado hablar Claudio Magris. 

El Imperio Austrohúngaro era una estructura aglutinante muy compleja de difícil práctica y operatividad discutible. Los errores cretinos del emperador Francisco José y sus ministros acabaron con el equilibrio de esa delicadeza, y precipitaron a Europa en una espiral de violencia, estupidez e incompetencia que fue bautizada como la Primera Guerra Mundial. En el fondo, esa guerra era el ensayo del permiso para matar por las calles que luego supondrían las guerras del veinte. Lo austrohúngaro, por tanto, no es sólo una palabra que popularizó Berlanga, sino un ensayo del mundo en que vivimos, de sus virtudes y defectos. La guerra (el defecto) pasó y ahí sigue el vals (sus virtudes). Juzguen ustedes lo que, a la larga, ha sido más valioso.