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OPINIÓN: Traficar con el dolor ajeno

La Razón
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En 1993, el sudafricano Kevin Carter obtuvo el codiciado Premio Pulitzer con una fotografía que de inmediato pasó a formar parte del imaginario colectivo contemporáneo: en ella se mostraba a una niña sudanesa desplomada sobre el suelo mientras un buitre, inmóvil, la observaba inquietantemente desde cerca. Carter estuvo cerca de veinte minutos contemplando la escena, impasible, esperando a que el ave desplegara sus alas e inmortalizar así el momento en su punto más dramático. ¿Por qué el accidental testigo no intervino en ningún momento para auxiliar a la niña y prefirió, en su lugar, permanecer en un margen, en la periferia del dolor, en busca de la mejor «composición»? Esta interrogante es la base de la magnífica videoinstalación que Alfredo Jaar presenta en la Galería Oliva Arauna y que, desgraciadamente, vuelve a estar de actualidad a raíz de una imagen difundida masivamente por no pocos medios de comunicación internacionales: la de una mujer enferma de cólera que yace tirada en una calle de Puerto Príncipe mientras un grupo de transeúntes situado en segundo plano le da la espalda. Lo impactante de esta imagen es que, entre este grupo de anónimas figuras que evitan constatar el drama, se encuentra un hombre que interrumpe su paso y se gira para mirar hacia el primer término. ¿Para qué? ¿Para preocuparse por el devenir de ese cuerpo que yace en el suelo? No: para mirar al fotógrafo que recoge la brutalidad de aquel momento.

En ambos casos –no nos engañemos–, el dolor del otro no importa como objeto de denuncia, sino, por encima de cualquier otra intencionalidad, como objeto estético. La imagen –que a priori pretende ser el medio que agite las conciencias del mundo desarrollado– ya no es que se pueda calificar como cómplice del drama, es que es la evidencia máxima de la actitud impasible, denunciable, de unos testigos –los del primer mundo– que acompañan desde una distancia mínimamente higiénica la consumación de la muerte. En cada uno de los ejemplos citados se demuestra con una crudeza sin precedentes que el principal interés que para la sociedad mundial tiene la muerte de los otros es esencialmente pictoricista: se trata, en efecto, de crear composiciones susceptibles de ser premiadas que, por supuesto, los medios de comunicación no dejarán de hacer circular a fin de automedicarse un eficaz analgésico que calme sus malas conciencias.