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Mamás con dentadura
Es fenomenal tener un hijo a los cincuenta, los sesenta, los setenta. Se lo digo yo, que con 46 ya me pongo chocha de envidia cuando veo bebés, que fantaseo con maternidades perdidas y que me desconcierto en las proximidades de la perimenopausia
La paternidad proporciona una juventud renovada, permite estrechar lazos con nuevos cónyuges y te embarca en la ilusión de empezar de nuevo. Si es verdad en el hombre, no les cuento en la mujer. Somos así. Babeamos ante una cuna frondosa de encajes. Pero oigan, el niño cuya madre tenga sesenta años arribará a la adolescencia con una madre-abuela ¡de setenta y cinco! No quiero ni pensar en pasar la vejez esperando a un joven disoluto que llega de madrugada, o poniendo coto a sus desenfrenos y contestaciones.
- Hijo, no me grites, que se me sale el sonotone.
- ¡Vieja, y no es metáfora, dame la paga!.
- ¿A que te tiro la dentadura?.
La naturaleza es sabia delimitando las etapas reproductivas. Acotando hasta la madurez la maternidad. No es difícil entenderlo, lo que ocurre es que estamos acostumbrados a conseguir cuanto deseamos y en el momento en que lo deseamos. De modo que nos resulta difícil ponernos coto cuando las cosas son posibles científicamente. Por eso vemos hijos gestados en vientres ajenos, concebidos con esperma u óvulos de origen desconocido, o encargados en la vejez. Hijos a costa de todo.
Evidentemente, no lo hacemos por el bien del niño, que puede tener un lío de cuidado sobre su identidad, sino por egoísmo. Por lujo. Por placer. Evitarlo es tan sencillo como someter las propias apetencias al sentido común. Pero cuesta.
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