Historia
Buitres con turrón (y II)
Sería absurdo negar que alguna vez nos hemos dejado llevar por la ira. No seré desde luego yo quien lo haga porque reconozco haber tenido en mi vida días airados, momento de tensión, instantes de violencia de los que no me siento orgulloso, aunque sé que me enseñaron a contener la lengua, a medir los riesgos y a tener claro que el daño que se causa suele tener retorno. Me ocurrió siempre estando lugares en apariencia tranquilos, enfrentado por lo general a gente sesuda y estudiada, y supongo que si choqué con ellos fue porque me destroza los nervios la gente erudita y apática que en todo momento parece incapaz de perderlos. Después me tranquilizaba en cualquiera de aquellos sórdidos garitos en los que ellos jamás se atrevieron a entrar y en los que me he sentido siempre tan seguro porque sabía que, además de colitis, el miedo producía orden. Siempre he odiado la socarrona violencia callada de los cobardes, ese aplomo estudiado del tipo relamido que pretende imponer su pretendida superioridad académica o social sin darse cuenta de que pueden tropezarse con alguien sin argumentos que, a falta de frases para responder, le estampe un vaso en la cara. A veces pienso que eso es lo que les falta a los muchachos que en el fin de fiesta de los botellones queman coches y arrasan los parques: Que la Ley les estampe el vaso en la cara. Y que no sigamos admitiendo que la culpa nunca es de ellos, pobres víctimas del Sistema. No puede ser que ignoren que no han de mear donde ni siquiera mean sus perros. Cuesta creer que una desbandada de chavales cause más destrozos que una manada de jabalíes…y que ni siquiera sean comestibles. ¿Acaso ignoran que incluso para ser un hijo de puta se necesita estilo?
Yo no soy uno de esos periodistas que lo mismo entienden de economía, que te explican la vasectomía o la bomba del pozo, así que acerca de la violencia sistemática que sacude a la sociedad española sólo puedo recordar lo que me dijo de madrugada una fulana en su burdel: «Mi hija se crió en una cuna al lado de la cama en la que recibía yo a mis clientes. Me angustiaba la idea de que aquella pudiese ser una mala influencia para ella, pero necesitaba el dinero y seguí. Con el tiempo fue ella quien decidió su camino a pesar de todo. Creció sin problemas y se dormía arrullada cada noche por el ruido casi ferroviario del catre. Podría haber imitado mi conducta, pero, ¿sabes?, a ella mi mala vida le sirvió para aprender a contar desde muy niña el dinero»…
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