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Es la economía imbécil

La Razón
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No sé si es necesario repetir que aquello que llamamos economía, a la que se le concede hasta un Premio Nobel anual, es tan sólo un análisis a toro pasado y, formulada teórica y seriamente como conjunto, resulta, por los contenidos psicológicos que la conforman, tan impredecible como el resultado de un partido de fútbol. Las teorías que encierra son diversas y aún contrarias y tras muy complejas y sofisticadas formulaciones, actúa también en ellas el impredecible factor temporal como elemento distorsionador. Añadamos el monetario, el político, el oscuro y rabioso fantasma de los mercados y vislumbraremos las dificultades con las que han de trabajar quienes pretenden ordenar algo tan esencial para los ciudadanos. Porque el dinero, su fundamento, no hace la felicidad, aunque la facilita. Podemos advertir en estos días ejemplos de teóricos saltos atrás, tan evidentes como el de Barack Obama o los hermanos Castro. Al presidente estadounidense, empapado de las ideas de Keynes, el partido republicano y hasta Standar & Poor's le obligan a rebajar la inmensa deuda estadounidense, disminuyendo o recortando aquellas zonas de gasto social que pretendía impulsar en su juvenil programa de cambio. También otro «joven» Raúl Castro, sirviéndose de la figura más madura de Fidel, en el, dícese, trascendental Congreso del PC cubano, proclama no desviarse de aquel socialismo posterior a Sierra Maestra, aunque tolere ya la pequeña y mediana empresa, las inversiones extranjeras, la propiedad privada de inmuebles, de parcelas agrícolas y otras muchas cosas que se me escapan, pero que distan de la reglamentada planificación de años ha. Los cubanos, sensatos ellos, no acaban de fiarse.

Se hace bien en desconfiar de economistas y de los políticos que los defienden, porque los aires que soplan en Europa parecen no dejar títere con cabeza. Los mercados desconfían. Tal vez, su consecuencia se traduzca en el constante incremento de la onza de oro, metal precioso ya en el siglo XV, enaltecido por los españoles que pretendían trasladarlo del Nuevo a este Viejo Continente, tan costoso en guerras religiosas y de toda índole. Pareció, sin embargo, a finales del pasado siglo que no existía mejor oro que el dólar, moneda imperial. Siempre se tuvo, sin embargo, aprecio por el llamado «vil metal» de los descreídos, aunque nunca alcanzara como en estos días tan alta consideración. En la era de lo global debería contar más, en teoría, la virtualidad que la materia. Sin embargo, los inversores que antes colocaban su dinero en actividades productivas, se deciden hoy por esconder su riqueza en lingotes de oro en las cajas fuertes de los bancos amigos. La moneda papel está perdiendo respetabilidad, porque ya no se protege, como antaño, por depósitos en oro de los bancos centrales. La caída en picado del ladrillo produce la inversión especulativa en oro o en otros bienes tangibles y así aumenta el hambre en el mundo y disminuye la necesidad de la fuerza de trabajo, aquello que vulgarmente era calificado como mano de obra. Ahora hay muchas manos, aunque no obras. La crisis europea hace brotar fuerzas desconocidas e insolidarias. El egoísmo nacional brota por doquier. Alarma el crecimiento de una nueva e inédita extrema derecha, que ya no es alternativa de la izquierda extremosa, sino de la socialdemocracia. Los tan admirados países del Norte de Europa constituyen el referente del camino torcido.

Todo ello parecería extraño de no haberse producido lo que se entiende como tormenta perfecta. Se ha olvidado el norte del europeísmo y los EE UU, encharcados en Irak y Afganistán, huyen de cualquier planteamiento que les cueste un dólar. Y aquí entramos, países amigos, no menos desnortados, colaborando incluso en la aventura libia, en la que pocos confían, pese a la ONU y su Consejo de Seguridad. Pero las revueltas del Norte de África y de algunos países árabes han servido para añadir a la crisis el incremento del precio del crudo, fuente principal de una energía que sabíamos finita, aunque no nos resultara tan cara. Lo que se encuentra en el centro de este huracán, que nos lleva del pesimismo extremo al pesimismo, es una dudosa economía, cuyas leyes son tan imprecisas como las agencias de calificación de la deuda de los países o los valores bursátiles. No debe decirse que los especuladores juegan en Bolsa. No resulta un juego la despedida masiva de trabajadores que ha permitido asegurar a nuestro Ministro de Trabajo que podríamos alcanzar los cinco millones de parados, contando los sumergidos y los muy sumergidos. Pero como en el crac estadounidense del pasado siglo, se observan ya en las calles de nuestras ciudades los signos de otra extrema pobreza, antes escondida. Las ideologías traducen modelos económicos que intentan aproximarse a lo correcto. Pero las incógnitas son excesivas. Cuando los gobernantes reclaman confianza no dejan de traducir una seria advertencia. Tras los problemas económicos aparecen signos psicológicos colectivos que entorpecen su corrección. Hay fórmulas contradictorias, soluciones que no lo son y recortes que, de producirse, dejarían aparcados a muchos ciudadanos. Está sucediendo a nuestro alrededor. Es la economía, pero ¿quién sabe o puede atarle el cascabel a este gato montés?