Constitución

Profesión de riesgo

La Razón
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Cuando te enfrentas a las noticias cuesta reconocer dónde se está viviendo, porque la realidad siempre supera la ficción. Éste es un país en el que los tribunales y los jueces empiezan a ser incómodos y eso no es bueno. Las reglas establecidas dejan de ser respetadas y tratan de ser superadas para complacer al incómodo con las mismas. No se puede estar permanentemente cuestionando el «statu quo» consensuado en un momento determinado, porque eso abre una suerte de inseguridad en la que todos nos sentidos imbuidos y genera, además de ansiedad para el reclamante procesional, un permanente desorden en el que los que adoran el caos viven cómodos, pero en el que la mayoría silenciosa y pacífica no encuentra su sitio. Los que ejercen responsabilidades de gobierno no pueden alimentar esta situación ni tan siquiera por un puñado de votos. En un marco de inseguridad fruto de los que permanentemente alimentan el caos, de constante reivindicación y permanente cuestionamiento del modelo. La peor profesión es la de garante de la estabilidad jurídica, el componedor de conflictos, en suma, el juez, porque debe acudir a las reglas establecidas para solucionar los conflictos, y algunos lo convierten en el enemigo del progreso, del falso progreso de aquellos que no dudan en quemar las naves sólo para poder seguirlas gobernando. Algunos llegan a decir que aplicar la ley es una provocación; en España sólo citar preceptos de la Constitución se convierte en una osadía. En este tipo de escenarios, expresamente buscados por algunos, el papel del juez se vuelve difícil y a veces hasta peligroso, donde se confunde el rol de la mayoría, profesionales serios y discretos, con el de una minoría, los denominados transformadores sociales, aquellos que creen que están llamados por una fuerza divina para cambiar las cosas, para ayudar a determinados impulsos políticos y sociales a alcanzar sus fines; confunden la Ley y sus propios sentimientos, a veces alimentados por su propia ignorancia, y dejan de ser independientes para convertirse en meros servidores de intereses políticos. Esto no puede confundirse con que un juez tenga ideolología, cuando se es inteligente se tiene opinión y sobre todo principios, pero si además se conoce la ley, y se respeta, no hay peligro alguno, porque el juez que respeta la ley se convierte en su servidor. Pero lo realmente peligroso es cuando el juez trata no sólo de cumplir la ley, sino de hacerla cumplir por otros, y éstos se parapetan en sus ropajes políticos, en su legitimidad democrática y niegan la ley previa, tratando de superarla mediante vías de hecho; en este caso, el juez se convierte en enemigo y así lo tratan de presentar ante la sociedad. Por contra, el juez que prescinde de la ley y aplica sentimientos sociales se convierte en un héroe para aquellos con los que coincide, pero pierde su «autoritas», porque aquellos con cuyo sentimiento discrepa lo denigran. Los tribunales y sus decisiones no deben ser temidos, pero deben ser respetados y, sobre todo, no cuestionados, de tal suerte que cuando se traslada a la opinión pública, que decidan lo que decidan, no pasa nada, se traslada un peligroso mensaje, porque al final la sociedad no respetará su trabajo. Cuando se trata de aplicar en derecho soluciones políticas y no se acatan las decisiones judiciales, se está acabando con la esencia de la democracia: el sometimiento al orden legal previamente establecido, el Estado de Derecho. La ley y, en resumen de todas, la ley primaria no pueden ser objeto de uso oportuno diario, generando una especie de bingo, de tal modo que aplicando sólo quince artículos nos llevamos el premio. Cada uno elegirá sus quince números y al final no sabremos qué es lo que nos vincula y qué no. Las normas fundamentales se basan en la existencia de un poder constituyente, poder que no puede verse alterado, por más legitimación que algunos quieran encontrar en el sentimiento ciudadano colectivo, porque casi siempre se confunde o se imponen los sentimientos propios a los colectivos y, en democracia, los únicos sentimientos que vinculan a todos son los que se plasman en las normas, las cuales sólo pueden ser superadas por otras normas del mismo rango. En España un día todos cantamos aquello de «habla pueblo habla», y el pueblo habló y el pueblo aprobó las reglas de juego, las cuales no pueden ser superadas y aparcadas, si no es llamando de nuevo al pueblo a que hable, y ello mediante los cauces predeterminados para reformar el pacto constituyente. Un país en el que defender el orden establecido te convierte en presunto enemigo político está a un paso del caos. En un país en el que recitar preceptos de la Constitución es una osadía algo pasa, y lo realmente preocupante es que estos problemas no los ha creado la sociedad, la cual no se merece que la imbuyan en este tipo de conflictos.